(A mis amigos de Hushé)
Hushé es una aldea que vive al margen del mundo tal y como nosotros lo vivimos todos los días. El valle que excava incesantemente el río Hushé es un pequeño mundo dentro del corazón del Karakorum. He conocido muchos lugares de montaña en todo el planeta, de los Andes al Himalaya, pero ninguno iguala a este. Es un valle de unos 40 kilómetros de largo, con aldeas dispersas que trepan por las laderas de las montañas, empapado de la sabiduría de pobre y orgullosa gente que sobrevive desde hace siglos entre riscos perdidos, altos collados y montañas inaccesibles. El valle lo cierra una montaña impresionante, el Masherbrum (7.821 m), o ‘montaña resplandeciente’. El K1, el primero de los montes que numeró el capitán Montgomerie del Servicio Trigonómetrico de la India, sin saber que el segundo de esa numeración, el K2, desplazaría a cualquier otra montaña del mundo por su dificultad y belleza.
Aquí la vida siempre está al límite. En invierno la nieve cubre las aldeas durante casi seis meses, y en verano sólo quedan tres meses para recoger la siembra, llevar el ganado a los altos pastos y prepararse para el duro invierno que se mide, al final del mismo, por el número de personas que no logran superarlo. Las mujeres son las más sacrificadas y trabajadoras que he conocido. Los hombres son tan duros como el granito del que se forman estas montañas. Se afanan en ganar el poco dinero de todo el año porteando para las expediciones, algo que este año ha arruinado el atentado talibán que ha acabado con once alpinistas y, de paso, a Ali Hussein, un cocinero de la aldea. Pero no se doblegan fácilmente y siguen rehaciendo su vida intentando olvidar la violencia que, poco a poco, se impone en los rincones más remotos de Pakistán.
Siempre que cruzo ese río, en un sentido u otro, siento algo especial. Casi siempre me paro en el puente nuevo de Kande para echar una mirada del mundo que dejo atrás. Allí acaba bruscamente el sentido de la civilización tal y como nosotros la conocemos y comienza, como un enigma en soledad, un misterio formado por grandes picos, un paisaje desgarrado, descrito como “la más genial expresión de las fuerzas orogénicas del planeta”, con torres de roca que se elevan al cielo, valles profundos, abiertos como heridas en el paisaje, y personas rudas y valientes que desconocen el miedo y el confort.
Para entender este mundo hay que conocer a mis amigos de Hushé. Desde hace casi treinta años visito este lugar y desde entonces intento ayudar a estas gentes que me acogen como uno más de ellos. No es sólo altruismo, es un intento de devolver un poco de lo mucho que me han dado. Rezan por mi, se preocupan por lo que hago y me desean larga vida con una sencillez que desarma incluso a un escéptico como yo.
Todos los veranos vuelvo a Hushé y este tampoco ha sido una excepción. He ido con siete amigos, para enseñarles este universo encantado, para abrirles la puerta de uno de los lugares que más estimo, pero también para respirar otro aire, para compartir el hechizo del Karakorum y sobre todo para sentirme a gusto con sus gentes que son mis amigos. Con Hussein, Aktar, Sher Ali, Mohammad, Hanif, Ghulam, con todos los que me han acompañado en esta vida de aventuras. Y por supuesto con mi amigo de tantos años y aventuras Abdul “Little” Karim, el pequeño y gran Karim.
Abdul Karim es el porteador más famoso del Karakorum, casi un símbolo de ese puñado de baltíes (definidos como mongoles de raza aria por Ardito Desio, líder de la expedición italiana que conquistó por primera vez el K2, en 1954) que se empeñan en seguir viviendo en uno de los hábitats más inclementes de la Tierra. Son los porteadores más duros y leales que conozco. Y tal fama es más que merecida. La admiración por aquel pequeño porteador del aspecto de un chiquillo surgió desde el primer momento que le conocí. Nunca olvidaré un suceso que nos enseñó la fortaleza y la verdadera personalidad de mi amigo Karim. En nuestra primera expedición de 1983 a la vertiente sudoeste del K2, estaba en la tienda comedor cuando por el walkie entró la voz de uno de nuestros porteadores diciendo que se ponía a descender desde el campo 4. Nos pareció bien porque de esa forma teníamos controlados a todos los compañeros que estaban escalando. Eso era normal, lo que no lo era es que mientras nosotros seguíamos comunicando con los diferentes campamentos Karím volvía a saludarnos desde el campo 3, el 2 y el 1. Algo que no podíamos creer ya que el mentado campo 4 se encontraba a 7.600 metros de altitud. Alguien dijo en voz alta lo que todos pensábamos: «¡Ese porteador va como una moto! ¿Es ese pequeñajo?» Era Abdul Karim, «Little Karim», el Pequeño Karim, como le bautizó con admiración Chris Bonington.
Por supuesto para Karim su prioridad, desde que nació, es sobrevivir en uno de los lugares más perdidos y duros de Pakistán. Desde entonces han pasado 30 años y en este momento tiene una familia muy numerosa que incluye una mujer, ocho hijos, quince nietos y cuatro nueras, de los que cuidar. Y sacar adelante esta tarea en Hushé, la aldea del Baltistán donde nació y vive -como sus padres y como los padres de sus padres- no resulta en absoluto fácil.
En esta remota aldea de unas 1.500 habitantes, situada en pleno corazón del Karakorum, los hombres se contratan como porteadores en las expediciones. Los más fuertes y capaces realizan funciones de porteadores de altura, es decir del transporte de cargas por encima del campo base, o como guías o cocineros de grupos de trekking por los valles y las montañas que tan bien conocen. Pero esas actividades, sin duda las más importantes y gratificantes, sólo les ocupan tres o cuatro meses al año. Y esta desgraciada temporada, aciaga por los asesinatos en el Nanga Parbat, ni siquiera eso. El resto de su tiempo tratan de sacarle partido a un puñado de uros (vacuno mezcla de yak y vaca) y un poco de tierra donde toda la familia siembra trigo, patatas o guisantes durante los pocos meses en que las condiciones meteorológicas son un poco más benignas. Porque en Hushé los inviernos son duros.
Entonces unos pocos, como Karim, salen a cazar cabras Ibex, acompañando a cazadores occidentales, que llegan a pagar 3.000 dólares por un permiso de caza. Ellas, y el huidizo Leopardo de las Nieves, se esconden en los valles más agrestes, en montañas a las que es necesario subir escalando y de las que algunos de sus compañeros no han regresado. Y es que, en ocasiones, los aludes barren cuanto se encuentran a su paso y el viento se vuelve feroz. Por eso el leopardo es el animal que mejor simboliza este paraje, bello y cruel, al margen del mundo. A hombres y mujeres se les pone la piel negra por el hollín del fuego que arde en el centro de la única habitación donde esperan encerrados a que llegue el verano. El frío es tal que deben dormir todos muy juntos para poder guardar algo de calor y, claro –me confiesa Karim entre carcajadas- “al año siguiente hay otro niño en la casa”. Son normales las familias, como la suya, de más de seis hijos. Lo que ha provocado que cada vez sean más y las tierras para sembrar menos. La rudimentaria pista que les comunica con el exterior se rompe al llegar el monzón, o en invierno por la nieve o los aludes, y muchos años para ir al médico o comprar harina emplean varias horas de caminata. Entonces son conscientes de que siempre estarán al final del valle, al otro lado del río…
Desde aquella primera expedición he regresado más de cuarenta ocasiones al Karakorum, unas veces de expedición, otras simplemente a caminar y perdernos entre las montañas, siempre con la colaboración de Karim y sus hijos. Y fue él, el que me animó a emprender la tarea de la que me siento más orgulloso: realizar un proyecto de Ayuda y Cooperación en su aldea de Hushé, que en estos momentos estamos ya terminando después de trece años de trabajo provechoso.
Es allí, como lo estoy haciendo ahora, cuando, convocados por el poder de la nostalgia, acuden las anécdotas y los recuerdos de unas vidas compartidas en las montañas. La memoria de los amigos que hemos perdido, escalando las altas cumbres de su universo, que es el tesoro más preciado para Karim, las experiencias duras y las alegrías, que han sido muchas. «En invierno, cuando estamos bloqueados por la nieve y no se puede salir de casa, cuando estoy dormido, sueño con esas cosas y recuerdo a los amigos.» Para apuntalar el caótico inglés en el que nos entendemos, Karim se señala la cabeza y cierra los ojos. “Entonces pienso…”.
Hoy, Little Karim debe rondar los sesenta años y se nota “menos fuerte que antes”; es una edad avanzada para la media de sus convecinos, pues el promedio de vida en esa zona no debe superar los cincuenta y cinco años y Karim ya es tratado en la aldea como “apo”, es decir “abuelo” y “venerable”. Pero sigue acompañando a grupos de trekking, como ha hecho con nosotros al glaciar del Charakusa. Lo hace porque nunca ha dejado de amar la montaña. No porque sea su principal fuente de ingresos sino de otra forma, como objeto de pasión y deseo, de la misma manera que se ama a una mujer. De la misma forma que lo hacemos los montañeros.
Hace unos días subimos a una pequeña cumbre de 5.100 metros, rodeados de nuestros nuevos amigos. A nuestros pies los glaciares se extendían como olas congeladas, mientras las moles del K6 y el K7 nos aplastaban con su grandiosa presencia. En silencio, absortos en el milagro, he visto como a mi amigo le brillaban sus ojos oscuros. No eran los ojos de una vida ya acabada y amortizada. En ellos encontré la mirada profunda e intensa de un niño; el rescoldo de una pasión que arderá mucho tiempo después de apagada la llama. Me resulta difícil comunicarme con tal intensidad aquí, en nuestro mundo, incluso con amigos que, en la cercanía, son menos sinceros, directos y leales, que Karim. Por eso siempre vuelvo a ese lugar, al otro lado del río, a encontrar a un amigo como pocos.
A este lado del río, a nuestro lado, crece eso que el Duque de los Abruzos, explorador de esas tierras, denominó con acierto “la hipocresía de los hombres civilizados”. Allí, sin embargo, sólo crecen las montañas hasta tocar las nubes. Siempre que llego me están esperando buenas gentes, hombres, mujeres y niños, con los brazos abiertos. Estoy en una isla, al margen de las prisas, del teléfono y el Internet. En Hushé perteneces al mundo oculto, vivaz, sencillo y profundo, donde las emociones y los sentimientos se amplifican. Donde somos nosotros, sin más, sin artificios ni herramientas.
Al otro lado del río, se extiende otro tiempo, al otro lado del tiempo y del mundo. Son pobres gentes, a las que les falta todo: educación, agua corriente, salud, higiene. Pero son orgullosas, fuertes, nobles, leales. Sorprende que en este mundo agreste y duro, casi inhabitable, las gentes derrochen amabilidad y agradecimiento. Me buscan con una cordialidad tan profunda como tal vez sólo puede mostrarse en este remoto punto.
Este año, nada más llegar, me llevaron a visitar la tumba de su pobre vecino asesinado, mientras su mirada se pierde en las montañas. Jamás había entrado así en ningún lugar. Jamás, aquí al lado, los hombres civilizados me han hecho compartir esa emoción. A todos vosotros lectores, que pensáis que ser solidarios no es una de las opciones, sino la única opción, quería haceros cómplices de este secreto: al otro lado del río, en el corazón de las montañas castigadas por un perpetuo vendaval, allí donde la fuerza de lo sencillo se expresa con rotundidad y fiereza, allí me esperan hombres y mujeres, niños, glaciares o desiertos, allí habita la verdadera cara de lo que soy, la emoción compartida en honduras humanas que no se ocultan. No es sólo la aventura emocionante, la fascinación de los paisajes lejanos e intocados, es sobre todo el hondo afecto con el que somos recibidos en esos otros mundos, al otro lado de todos los ríos que casi nadie se atreve a cruzar… Y que es necesario cruzar.