Aveyron: curioso, muy curioso

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Un ritmo meditativo

Los franceses llaman a Aveyron –un departamento poco conocido que se extiende por el extremo sur del robusto Macizo Central– la France profonde, el más profundo de los profundos bastiones. A tan solo dos horas en coche al norte de las metropolitanas Toulouse y Montpellier, tiene una escasa población y aparentemente parece impermeable al cambio, una tierra de valles secretos, pastos silvestres y picos escarpados. Antes de visitarla, un amigo parisino la describió como “estar perdido en medio de la nada”. “Pero en el buen sentido”, añadió. “La gente que la visita tiende a alardear de ello”.

No hay autopistas ni líneas de trenes rápidos, por lo que quien viaja hasta Aveyron se ve obligado a reducir la velocidad. Un ritmo meditativo totalmente adecuado para el lugar, ya que desde la Edad Media millones de peregrinos han pasado por aquí mientras realizan uno de los tramos franceses del Camino de Santiago. Ahora hay nuevos santos a los que adorar. Donde quiera que vaya no paro de escuchar los mismos nombres: Soulages y Bras. Son el chef Michel Bras y su hijo Sébastien, cuyo restaurante de tres estrellas Michelin está a las afueras del pueblo de Laguiole; y el pintor abstracto Pierre Soulages, el artista vivo más grande de Francia, nacido en Rodez, capital de Aveyron, donde se inauguró el año pasado un museo dedicado a su obra. Los cubos marrones oxidados del Museo Soulages son tan contundentes como los grandes lienzos negros del artista, un destello de modernidad en lo que todavía es hoy un pueblo medieval dominado por un campanario gótico

En él, Michel Bras ha abierto una brasserie, uniendo a los hijos predilectos de la región en una misma ‘catedral’ para los nuevos peregrinos. Hay otras incursiones contemporáneas en el paisaje: el restaurante de la familia Bras; el esbelto viaducto de Millau diseñado por Norman Foster –el puente más alto del mundo, que corta todo el valle del Tarn– y el toque metálico que da la Forge de Laguiole de Philippe Starck, donde todavía se fabrican cuchillos tradicionales. Pero, más que nada, Aveyron es un lugar de pueblecitos (incluso Rodez tiene solo 24.000 habitantes). Tiene más Les plus beaux villages (los pueblos más bonitos de Francia) que cualquier otra región. Hay aldeas antiguas haciendo equilibrios sobre crestas de montañas, pueblos a los lados de valles y asentamientos en verdes colinas ondulantes, cada uno con una historia propia que contar.

De camino aAubrac, vi a dos monjas a un lado de la carretera comiendo un bocadillo bajo la sombra de un abeto. Sus hábitos combinan con el azul celeste del cielo que cubre la meseta de Aubrac que rodea a la aldea del mismo nombre. Aunque este es el rincón más indómito y desierto de Aveyron, el Camino de Santiago atrae a un flujo constante de peregrinos a esta zona, que no es mucho más grande que un pueblito. No hay tiendas en Aubrac, solo un puñado de edificios: una cafetería, un viejo hotel y dos maisons d’hôtes (casas de huéspedes) instaladas alrededor de la plaza en casas de granito gris, con techos forrados de azulejos de pizarra plateados que brillan como escamas de pescado.

Es media tarde y la plaza está llena de transeúntes con botas y chubasqueros de colores vibrantes, de familias con mochilas y de excursionistas con bastones para caminar. Algunos hacen una parada para tomar un gran trozo de tarta de frutas del bosque en Chez Germaine. En la puerta negra frente a la cafetería hay unas letras deterioradas por el tiempo en las que se puede leer “Hôtes d’Aubrac”. Una enorme esfera de vidrio, semejante a la bola de cristal de una pitonisa, cuelga por encima de un trozo de alambre. Llamo a la puerta. Entre los peregrinos aparece un hombre vestido de negro: pantalones pitillo, camiseta rasgada, zapatillas Nike, sombrero de fieltro, barba incipiente y gafas de sol. “¿Daarwin?”, pregunto. “Oui”, contesta. El fotógrafo Didier Daarwin dirige el hotel de cinco habitaciones L’Annexe d’Aubrac junto con su compañera, la exmodelo Virginie Salazard. Vinieron a Aubrac por primera vez en 2007.

“Culpo a la bestia”, dice Virginie mientras bebemos vino tinto (un marcillac, muy potente para mi gusto) y fumamos cigarrillos. “Didier estaba fotografiando unos lugares cercanos donde habían encontrado a las víctimas de la bête du Gévaudan”. Una historia famosa en Francia que cuenta cómo un animal parecido a un lobo aterrorizó la zona al este de la aldea en la década de 1760, matando a más de 100 personas. “Y ya nunca regresamos”, cuenta Virginie. Hoy en día los únicos animales que deambulan por la colinas son las vacas de la raza Aubrac, de ojos saltones y piel sedosa del color de la crema quemada. Cada mayo cientos de ellas son adornadas con cintas y flores y las hacen desfilar por la aldea. Producen una deliciosa carne veteada y la leche para el queso Laguiole, que se mezcla con puré de patata para crear aligot, el plato local que se sirve en los buron, restaurantes en cabañas rústicas que solían ser refugios de pastores (el más cercano es Buron de Born, bajando una carretera tan sinuosa que solo el hambre evitará que no des la vuelta).  

La pareja se mudó a Aubrac desde Marsella hace dos años, y han creado un lugar teatral donde alojarse, con reliquias familiares y cosas que han hallado en mercadillos. Todas las habitaciones son diferentes: Transilvania parece el interior de una caravana de gitanos, con un pavo real disecado vigilando un tocador sobre el que hay unas cartas del tarot, un mantón bordado cubriendo una pared y encaje negro envolviendo las ventanas. Edelweiss interpreta inviernos nevados con su blancura y, mi favorita, Aubrac representa el paisaje inspirador, con un muro de piedra en seco, cortinas que cuelgan de las ramas y un chal de piel sintética.

Al otro lado de la plaza se encuentra el igualmente elegante La Colonie (los edificios que albergan las dos maisons d’hôtes formaban parte de un gran hotel para peregrinos). Los cinco dormitorios y dos apartamentos están llenos de muebles de mediados de siglo, de arte contemporáneo y de objetos curiosos: una báscula antigua, un gramófono, un caballete con un mapa de las tierras bíblicas… El propietario, Cyril Lérisse, lo compró hace diez años cuando estaba tan deteriorado que había montones de nieve dentro y se pasó cinco años renovándolo. “¿Por qué aquí?”, le pregunto. “Por la paz”, me contesta. “Alguien me dijo, si te gusta Escocia –que me encanta–, espera a ver Aubrac”. 

En mi última noche una tormenta envuelve toda la meseta, iluminando las colinas con destellos de luz. A la mañana siguiente, la niebla se aferra a la aldea. “Esto es Aubrac en todo su esplendor”, dice Virginie mientras desayunamos. “Me encanta la niebla y la nieve. Hay algo en el alma de este lugar. Yo viví en un pequeño pueblo cerca de Grenoble y pensé que nunca podría volver a hacerlo. Pero este lugar es diferente, es espiritual”. 

En el borde de la ciudad medieval de Sévérac-le-Château hay letreros que apuntan a diferentes lugares, entre ellos Sète, Los Ángeles, Liverpool, Nápoles y la Ruta 66. Están frente a una puerta detrás de la cual se encuentra La Singulière, que hasta hace poco fue la casa de vacaciones de la familia de Sophie de Mestier. La mezcla de influencias globales continúa en el interior, en alusión a la anterior vida de Sophie como estilista de moda en París

Hay un antiguo baúl de nogal convertido en un lavabo con una encimera de mármol, la recepción está empapelada con periódicos viejos y las fotografías de su marido, Hervé, cuelgan de las paredes en las cuatro habitaciones. Flota por la casa la música de una ópera de Puccini proyectada sobre una pared en la sala de estar, donde hay tres cómodos sofás en terciopelo verde y crema y una mesa de café colmada de copias antiguas de Paris Match y Jours de France. Montones de ejemplares de Le Figaro de los años 70 se apilan en una canasta al lado del fuego. 

“Solíamos venir con la familia cada verano y en Navidad”, dice Sophie, quien ha llamado a las habitaciones con los nombres de sus nietos. “Intentamos crear la misma atmósfera ahora, con mucha gente y risas, y comida y vino alrededor de la mesa”. Es un espacio muy personal, filas de fotografías familiares un poco desgastadas decoran la pared de las escaleras: bodas, bebés y viajes a la playa de hace mucho tiempo. Por la noche, proyectan películas francesas clásicas de Truffaut o Chabrol antes de que Sophie y Hervé sirvan la cena en su gran mesa de comedor.

“Él habla y yo cocino”, sentencia rotunda. “Una casa de huéspedes es especial. Quienes vienen aquí se relajan, hablan y ríen. Quería abrir la casa con toda su historia familiar, y ahora la historia de cada huésped forma parte de este lugar”. Al igual que la del propio pueblo y su castillo semiderruido del siglo XIII. Desordenadas callejuelas adoquinadas esconden pequeñas galerías de arte y un brocante (mercado de pulgas) donde una pequeña anciana vende la plata de la familia.

Atravieso tres de Les plus beaux villages en mi ruta desde Sévérac-le-Château a Aubin. La más bella es Conques, un conjunto de casas con entramados de madera y calles estrechas dentro de una muralla en lo alto de la rivera del Dourdou. Su descomunal abadía sigue siendo una gran atracción en la ruta de peregrinación. En el interior, haces de luz atraviesan las vidrieras, restauradas en tonos grises por Pierre Soulages (ahí está de nuevo).

Aubin es un antiguo pueblo minero y no es tan bonito como su vecino, pero en las afueras se encuentra Le Pigeonnier, una maravillosa maison d’hôtes de tres habitaciones: las dos de color piedra de la casa principal son preciosas, pero no pueden competir con el encanto del palomar que le da nombre, donde la cama de matrimonio ha sido recortada para que encajase en la curva de las paredes. Destacan su preciosa ropa de cama, sus bañeras de metal y las novelas de época y pizarras con mensajes escritos a mano que hay por doquier.

Estar aquí es como vivir en una burbuja, suspendida en el tiempo”, dice su propietaria, Virginie Tallaron, que atiende a sus clientes con calidez maternal. Comienza cada mañana con un desayuno casero en la terraza –a base de fouace recién salido del horno (como roscón de Reyes, también con azahar) y magdalenas, mermeladas de muchos sabores y grandes tazones de café– mientras charla sobre los planes para el día, señalando lugares en los mapas y repartiendo tarjetas de restaurantes. 

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