Fue el escritor Mario Vargas Llosa, en una de sus novelas más famosas, “Conversación en la catedral”, quien puso en boca de uno de sus personajes una de esas frases que se han convertido, pasado el tiempo, en un mantra: ¿Cuándo se jodió el Perú?. Hoy, convertida en estereotipo, se aplica cuando algo, sin poder explicarse, termina convirtiéndose en una catástrofe que nadie supo ver en su momento y, por tanto, no se pudo evitar. Por eso, estos días del largo regreso del Karakórum, entristecido por las noticias sobre el K2 que iba conociendo, me venía haciendo la misma pregunta: ¿Cuándo se jodió el himalayismo? ¿Cómo llegaron a convertirse en parques de atracciones, en basureros inmundos, las escaladas de las montañas más altas y bellas del Himalaya y el Karakórum?…
Y creo haber encontrado algunas respuestas que me gustaría compartir con todos aquellos que hacen del montañismo algo esencial en sus vidas.
La primera respuesta, la más lógica y la más directa, la primera que me viene a la cabeza: Ya que los buenos no hicimos nada -simplemente nos quedamos observando lo que hacían- un grupo de tipos codiciosos, corruptos e indeseables, sin ninguna atadura ética, pudieron efectuar toda clase de agresiones, a las personas y al medio ambiente, saltándose todo tipo de normas ambientales, a cara descubierta, cambiando lo que había sido hasta entonces el alpinismo en el Himalaya. Ocurrió delante de nuestras narices, sin que, los primeros perjudicados, los alpinistas, protestasen ni denunciasen lo que estaba ocurriendo, incluso con el aplauso de algunos que idealizaron al pueblo sherpa, representados en unas pocas agencias que, precisamente, se encargaban de explotarlo. Fuimos muy pocos los que anticipamos lo que se nos venía encima… Las imágenes de Muhammad Hassan, un porteador de Shigar muerto en el Cuello de Botella del K2 estos días, mientras los clientes pasan por encima de su cadáver camino de la cima, repugnan a todo ser humano. Demuestran la degradación moral de los jefes de esas expediciones que dieron la orden de seguir abriendo huella a la cumbre, en lugar de parar la expedición y volcarse en intentar bajar todos a este joven baltí, que estuvo llorando y agonizando durante horas. Todos ellos carecen del mínimo escrúpulo. Y de ningún respeto por la vida y por la muerte, algo inherente al ser humano desde que tuvimos conciencia. Sólo buscan el negocio a cualquier precio. Desde luego no todos los que estuvieron allí ese día tienen la misma responsabilidad, los clientes o los jefes de las expediciones, los sherpas de punta o los porteadores baltíes subcontratados, pero el mínimo detalle de pasar a ver a su familia y acompañar en el duelo a su mujer, su madre y sus hijos, es algo que sólo hicieron 2 de los más de cien clientes que subieron a la cumbre. Seguro que entre todos ellos podían haber bajado el cadáver a un lugar más apropiado. También podrían haber efectuado un crowfunding para aliviar la penuria en la que quedan sus familiares -es más, creo que deben hacerlo-.Porque el seguro que cubre a estos chavales baltíes, que se juegan la vida para que otros puedan celebrar una cumbre (que no se merecen) tiene una indemnización de unas 200.000 rupias (unos 635 euros al cambio actual). Eso es exactamente lo que vale la vida de un joven pakistaní de una aldea de las montañas: 635 euros.
Sucesos como este, o los acaecidos anteriormente en el Everest y el K2, con multitud de pérdida de vidas humanas, que se incluyen en el balance de lo que se debe pagar por tener el negocio abierto, las condiciones miserables en las que trabajan los porteadores, el trato degradante de sus jefes nepalíes, la contaminación de las montañas hasta sus lugares más altos, llenando de basura las Catedrales de la Tierra, hipotecando las montañas durante siglos, las estafas millonarias en los rescates fingidos, (conocidas como el timo a las aseguradoras) la colaboración en ellos de las empresas de helicópteros (contaminando además los valles más remotos y solitarios de los Parques Nacionales, mientras se prohíbe volar un dron…) la contaminación de los ríos que ponen en peligro la salud de los habitantes de los valles, la deforestación, la corrupción de los responsables en preservar estas joyas naturales, que miran a otro lado para que no se aplique la ley, son algunas de las prácticas que han convertido las expediciones comerciales en el Himalaya y el Karakórum (muy especialmente las de algunas agencias nepalíes), en el mayor peligro que ha sufrido el Alpinismo a lo largo de sus más de doscientos años de Historia.
Algún amigo me ha señalado que es una situación que viene de lejos. Desde luego los accidentes mortales han sido frecuentes en la práctica del himalayismo desde sus comienzos, la desaparición de Mummery en el Nanga, en 1895, o las de Irvine y Mallory en el Everest en 1924, lo atestiguan. Sin duda escalar altas montañas es una actividad peligrosa. La diferencia es que antes la responsabilidad era competencia de los escaladores que tomaban sus propias decisiones. Ahora es simplemente un negocio en manos ajenas. En el Everest, dejar abandonado a un moribundo, es una situación que se repite desde hace más de veinte años. Lo nuevo es que ahora, desde hace cinco o seis, también se produce en el Karakórum, dónde se han aposentado esas mismas empresas nepalíes, tratando de ampliar un suculento negocio de decenas de millones de euros.
¿Cómo la comunidad de montañeros hemos podido consentir todo esto?
UN POCO DE HISTORIA
Las noticias que llegaban del Everest, en la primavera de 1996, conmocionaron a la opinión pública del mundo entero. Dos conocidos guías de montaña, el neozelandés Rob Hall y el norteamericano Scott Fisher, pugnaban por hacerse un nombre entre los guías de montaña que pretendían llevar clientes a la cumbre del Everest, a cambio de una gran cantidad de dinero. No habían sido los primeros en darse cuenta de que la montaña más alta del mundo podía ser un buen reclamo para hacer un gran negocio. Pero fueron los primeros en utilizar el marketing capitalista para captar potenciales clientes. En el grupo de Rob Hall iba encuadrado un alpinista, y un notable escritor, Jon Krakauer, que de aquella tragedia vivida en primera persona -en la que murieron doce personas- escribiría un libro que se convertiría en un best seller, “Mal de altura”, que daría a conocer por primera vez, a nivel mundial, que al Everest podían subir no sólo alpinistas preparados, sino cualquier persona dispuesta a pagar unas decenas de miles de dólares. Aquel libro de Krakauer se convertiría, a corto plazo, en la mejor campaña publicitaria para las agencias que estaban ávidas de clientes con un alto poder adquisitivo. La larga lista de fallecidos en dos días de mal tiempo, en la parte superior del Everest, no sólo no restó clientes sino más bien lo contrario. Los morbosos detalles de la muerte de Rob Hall, narrada en directo, la polémica de Krakauer y el guía ruso Anatoli Boukreev, (muerto poco después en el Annapurna) terminaron de componer un relato épico que, de repente, hizo que muchos quisieran hacer realidad su sueño de pisar la cumbre del Everest. No sirvió de nada que, ya en mayo de 1996, la revista Newsweek avisase que la tragedia del Everest fue debida a que “las rutas del Everest estaban llenas de montañistas y cadáveres” y se terminaba preguntando: ¿No habrá demasiados aventureros donde no les corresponde estar?
Los primeros en darse cuenta de la oportunidad de negocio fueron algunas agencias occidentales, que ya montaban expediciones con montañeros tradicionales, pero que no contaban con la experiencia para organizarlas ellos solos. Y los precios subieron escandalosamente de la noche a la mañana. Pero muy pronto al suculento negocio acudieron agencias locales, con una política muy agresiva de abaratar precios y también de asustar por todos los medios a las agencias extranjeras. Muy pronto, de facto, las agencias nepalíes se harían con el monopolio de la explotación del Everest. En ese corto periodo de tiempo, a principios del siglo XXI, la montaña más alta del mundo había sido comercializada, masificada y banalizada. Aquella montaña que había sido escalada por Mallory, Hillary, Habeler y Messner, convertida en un mito del alpinismo mundial, se había transformado en un desastre medio ambiental y un atentado al Alpinismo y sus valores tradicionales. Las imágenes de centenares de personas siguiendo una cuerda, los cadáveres que sirven de “señalizadores” de la ruta, las personas agonizando que nadie atiende, la falta, en definitiva de humanidad, compasión y valentía, se hicieron virales y se normalizaron. La última temporada se cerraría con 17 personas muertas, que se asumen como “inevitables”, accidentes que forman parte del negocio. Un alpinismo y un negocio sin alma, deshumanizado, que no tiene sentido y que avergüenza verlo a todo alpinista o persona con conciencia. Un amigo diplomático en la zona lo resumió en una frase: “es un cóctel peligroso pues se han juntado unos empresarios codiciosos, sin escrúpulos, con unos egocéntricos incapaces en busca de aventuras”.
En la primavera de 2013 se produjo un hecho que debería haber despertado, definitivamente, a la comunidad alpinista, cuando un grupo de sherpas enfurecidos intentó linchar en el campo 2 del Everest a tres reconocidos alpinistas: el italiano Simone Moro, el suizo Ueli Steck y el británico Jonathan Griffith. Sólo la intervención de otras personas que se interpusieron entre ellos y los atacantes, les salvó de morir frente a unos furiosos sherpas. Tuvieron que huir del Everest para salvar la vida de una turbamulta que quería matarles con piedras y navajas. Su única ofensa es que habían escalado por encima de ellos. A pesar de la gravedad de los hechos se tapó el asunto, no se tomaron medidas contra los violentos y algunos desinformados bien pensantes, apoyaron la agresión por “la falta de respeto” a las tradiciones sherpas, que era, y es, que nadie puede escalar por encima de ellos. Desde entonces ningún otro alpinista ha osado escalar al margen de los sherpas; por matizar: de los sherpas que se llevan tajada de estas agencias comerciales. Desde entonces el Everest se ha convertido en un monopolio de las agencias nepalíes. Aquella intervención mafiosa, lo vemos ahora con claridad, tuvo con finalidad demostrar lo que les podía pasar a todos los que desafiasen el chiringuito que tienen montado estas poderosas empresas que controlan todo en Nepal. El mensaje era claro: El Everest es nuestro, el negocio es nuestro, aquí no tenéis sitio. Algunos pensaron que dejarles que se quedaran con el Everest en propiedad, era la única opción para salvar al resto de las montaña. Sin duda se equivocaron, pues la codicia, por definición, no tiene límites. Nunca es suficiente dinero.
Supuso la defunción del Alpinismo. Ningún organismo internacional, ni la UIAA, ni los países involucrados, la UNESCO, y las decenas de organismos internacionales que financian a Nepal, sus Parques Nacionales, su educación, su sanidad, y en realidad casi todo, pues Nepal es uno de los países más pobres del mundo, intentaron esclarecer los hechos.
En realidad el negocio del Everest no es de los sherpas, aclaro para los poco informados. Los valles de los sherpas, (y de otras etnias, que pueblan las grandes montañas del Himalaya) siguen contando con las aldeas más míseras y pobres que conozco. Las grandes agencias (que controlan, en algunos casos, empresas de helicópteros y aviones) se quedan con la parte grande del pastel, que supera decenas de millones de euros, mientras las migajas se las reparten entre algunos privilegiados, que tienen la capacidad de participar y dirigir algunos grupos, y los pobres porteadores que aprovisionan los campamentos y acompañan a los clientes. Nada de eso revierte en mejores escuelas y hospitales. Nepal sigue estando en los peores puestos en tasas de escolarización, de mortalidad infantil y de calidad de vida. Los pobladores de los valles, alejados del trasiego de los turistas que suben y bajan, siguen igual de pobres. Y nadie se acuerda de ellos. No sólo eso, sino que, proporcionalmente hablando, son más pobres y los porteadores cobran menos que hace dos décadas. Debido a la devaluación de las rupias de estos países, Pakistán y Nepal, el salario que se paga a los porteadores (en términos reales) es muy inferior al que cobraban hace veinte años. Algo que proporciona a las agencias un margen de beneficios astronómico, ya que ellos cobran en euros o dólares. La inflación supera, con mucho, sus pequeñas subidas, mientras los productos básicos de su dieta, como el arroz o la harina, siguen subiendo. Estas condiciones empujan a muchos jóvenes a salir de sus países para buscarse la vida en otros cercanos, como Emiratos o Arabia, donde trabajan en condiciones de semi esclavitud. Para algunos de estos jóvenes de las montañas ser porteador de altura les brinda la única oportunidad de mejorar la vida de sus familias, aunque sea jugándose la suya. Cómo le ocurrió a Muhammad Hassan.
Y lo peor estaba por llegar. Al calor de este infame parque de atracciones, crecieron como setas, “nuevos” alpinistas que persiguen nuevos “récords”. Como el inefable Nirmal Purja, un narcisista que se precia de haber batido a Messner y Kukuczka, escalando los 14 ochomiles en siete meses, olvidando, porque jamás ha debido leer un libro de montaña, que el alpinismo exige respeto a la Gran Naturaleza, y ocultando que fueron sherpas los que prepararon las montañas, pusieron las cuerdas y abrieron huella, con helicópteros que le trasladaron. Trampas, dopping, botellas de oxígeno repartidas por las montañas, componiendo un relato plagado de inexactitudes y mentiras (de las que están llenas su historial), con una ética del comportamiento alejada del alpinismo y del mínimo de honestidad requerida a cualquier persona; algo que no debe de sorprendernos en un tipo que, como reconoce en su libro, no tiene más principios ni valores que su interés personal. Fue a una persona así a la que se rindieron buena parte de los medios de comunicación no especializados, e incluso algunos periodistas de montaña, sin duda mal informados o atolondrados, que dijeron que aquello no era alpinismo, sino “otra cosa”. Más extraño fue que tuviera el apoyo de algunas personas relevantes del mundo de la montaña, como Reinhold Messner o Simone Moro, que rompieron su cuidada trayectoria personal, o empresas que deberían cuidar el prestigio de su marca como Red Bull.
Siguiendo la estela de Nirmal, un buen número de perseguidores de falsos récords aumentaron la clientela de las agencias. De nada vale que se explique que para que haya competición, como en otros deportes, debe haber igualdad, normas fijas y jueces. La última ha sido la noruega Kristin Harila que dejó reducido a la mitad el tiempo dedicado a escalar los catorce ochomiles, aunque silenciando que para colocar las cuerdas fijas en el Manaslu -solo es un ejemplo, de los muchos que podrían ponerse-, sus sherpas utilizaron un helicóptero que les subió las bobinas al campo tres, y así las fueron colocando cuesta abajo. Harila, por cierto, fue una de los alpinistas que ese nefasto día hicieron cumbre en el K2, celebrando su “nuevo récord”.
En fin, un despropósito, de principio a fin, que explica porque sucedieron tantas cosas reprobables… Porque, en el bando de los amantes de la montaña, muy pocos levantamos la voz.
Y, ¿ahora qué podemos hacer?
Reconocer que nos hemos equivocado y ponernos a trabajar. Lo primero es comunicar de forma rigurosa que esa “otra cosa” a la que se referían, no es alpinismo, sino turismo masificado de montaña. Que no son los sherpas, ni Nepal, quienes lo fomentan y se aprovechan de ello, sino unas determinadas agencias, con nombres y apellidos. Que este turismo no revierte en las poblaciones locales, algo que sí sucede con el senderismo y otras prácticas turísticas que se desarrollan en estos países. A los que debemos de exigir que cumplan, al menos, sus propias normas de los Parques Nacionales, que impediría acometer estos atropellos. Que acaben con los abusos laborables de sus porteadores, que deben de tener salarios dignos y algún seguro de protección. Y obligar a estas agencias a declarar sus ingresos, para que una parte de impuestos revierta en sus sociedades.
Por último, todos nosotros, los que amamos las montañas, tenemos la obligación moral de explicar que este turismo deshumanizado y destructor, además de no tener sentido bajo el punto de vista de la ética montañera, es una práctica que implica un alto riesgo para personas que no tengan un mínimo de formación y preparación física; y, además, supone un grave atentado medio ambiental contra las montañas más altas de la Tierra y sus ámbitos ecológicos: glaciares, ríos, bosques y poblaciones locales. Si este estado de cosas sigue así habrá que dejar de hacer turismo en estos lugares. Que todo ello supone un desprecio de la cultura montañera, forjada durante más de dos siglos, y de los valores que hicieron que el Alpinismo fuese declarado Patrimonio inmaterial de la Humanidad. Y ello supone confrontar con este modelo tóxico el verdadero alpinismo. El espíritu de aventura, de exploración y compromiso, que aún se resguarda en el Himalaya y el Karakórum, un espíritu que premian los piolets de Oro (el máximo galardón que se otorga a un alpinista), y que todos los años celebran escaladas realizadas en lugares aislados, de la máxima dificultad y riesgo, sin porteadores ni cuerdas fijas, sin botellas de oxígeno, con limpieza de medios y respeto a la población local.
Gran articulo y buenas reflexiones. El exito efimero por encima de la vida de una persona es un desproposito. No a la cuerda fija en el Himalaya. Si quieres subir a currarselo y si no puedes no pasa nada .
Era semi-consciente de todo el mundillo que rodea a la escalada al Everest. El artículo me ha resultado muy ilustrativo, tristemente. La cosa está peor de lo que imaginaba.
Supongo que, por lo menos, debería haber una «lista negra» de quienes presumen ser escaladores, batir records (nunca entendí la competición en ciertos deportes o actividades) y lo hacen con procedimientos tramposos.
Gracias Sebastián por el texto