Solo me ha pasado una vez. Llegar a una región del mundo y sentir: nada más es necesario. Y comprender las historias de personas que nunca abandonaron la Provenza, o que llegaron aquí persiguiendo una parte de sí mismos que encontraron definitivamente. Pintores, poetas, narradores, músicos. Exiliados del sur, aventureros del oeste, oriundos de esta rosa de los vientos: todos conviven aquí. Los rumores señalan a John Malkovich escondido bajo un sombrero de cocinero paseando por el Cours Mirabeau de Aix-en-Provence. Otros apuntan hacia la sombra escurridiza de Angelina Jolie. Pero aquí las estrellas de nuestro tiempo no son protagonistas sino actores secundarios, camuflados en una región que tiene incontables razones para perderse en ella. Entre ellas, he escogido solo 12.
El aire
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Como si una mano invisible hubiera girado la rueda del interruptor del cielo, aumentando la intensidad azul y la transparencia del aire. Así se percibe la Provenza desde Aviñón a Marsella. Los troncos de los viñedos contrastan con la tierra. Resplandece la hierba. Campos amarillos, campos malvas, enmarcados por los pinares. En el horizonte, la roca de las montañas. De allí vienen los ríos espejeantes. Es la tierra de Cézanne. La que hallaron Gauguin, Van Gogh, Picasso, Matisse, Chagall.
Las fuentes
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Nunca pasarás sed en la Provenza. Ni tu oído echará de menos la música del agua. Las fuentes, algunas de época romana, son los habitantes de piedra de pueblos y ciudades. Sus míticos mascarones ofrecen el agua que inunda el subsuelo. Aix-en-Provence (que debe su nombre al agua) estaría desierta sin sus fuentes. Los Nueve Caños, forrada de musgo, concentra la energía del Cours Mirabeau. La de los Cuatro Delfines perfila el paisaje de la Rue Cardinal. Para olvidar la existencia del tiempo, solo hay que caminar, como un reloj, alrededor de la fuente de la plaza de Albertas.
El palacio de Pauline
Tras la Revolución Francesa y la muerte de su padre, la alegre Pauline de Bruny decidió permanecer encerrada en el mejor palacio de Provenza: el hotel Caumont de Aix-en-Provence. Desde su ventana, el fantasma de Pauline sigue mirando el versallesco jardín donde suena la Fuente de los Tritones, y donde camareros de librea sirven sofisticadas ensaladas y tartas de ensueño. Recientemente restaurado, el hotel Caumont es uno de los mejores museos de Provenza, con cuidadas exposiciones temporales. En los salones de la planta baja, entre cenefas dieciochescas, el visitante puede disfrutar de la ilusión de acompañar a Pauline de Bruny, degustando cualquiera de los excelentes vinos (blancos, rosados y tintos) de los viñedos que rodean la ciudad.
Toute le monde n’est pas Cézanne
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Todo el mundo puede pasearse por los alrededores de Aix, silbando esta canción con música de Léo Ferré y letra de Aragon, sabiendo que es cierto, no podemos ser Cézanne, el pintor infatigable y ajeno a todo propósito que no fuera convertir la naturaleza en arte. Él mismo transformó en taller el palacete que le regaló su padre, La Bastide du Jas de Bouffan, que conserva el estanque y las estatuas que, como el propio edificio, protagonizaron algunos de sus cuadros. Cézanne no tuvo más remedio que venderlo y lo sustituyó por el pequeño atelier que se puede visitar en una de las colinas de Aix, y que transmite la sensación de que ayer mismo el pintor estuvo trabajando, antes de salir, una vez más, a observar la montaña Sainte-Victoire, pintarla bajo la lluvia y morir con las botas puestas.
La montaña Sainte- Victoire
La cara que mira hacia Marsella es de piedra. También el perfil que Cézanne contemplaba desde Aix, en sus variaciones constantes de color, según la hora del día. Sin embargo, la parte que da a Vauvenargues es boscosa. Al pie de los bosques se esconde este pueblo silencioso donde Pablo Picasso compró el chateau donde decidió que sería enterrado a su muerte, en el jardín, mirando la montaña. “He comprado la Sainte-Victoire”, le dijo un día a su marchante. “¿Cuál?”, preguntó él pensando en cualquiera de las versiones pintadas por Cézanne. “La original”, contestó Picasso.
Lourmarin y Camus
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Albert Camus también eligió la Provenza. Se compró una casa en Lourmarin, un pueblo de la región del Louberon, desde cuyas ventanas podía ver prados, una iglesia, un castillo, árboles en flor y un cementerio de tapias bajas: allí está enterrado bajo una piedra sencilla. Lourmarin parece concentrar las esencias de esta parte del mundo: el sosiego en la fuerte luz, la armonía en el cambio de las estaciones, la sensación de que el verde de los campos colorea la geometría de un tiempo que reúne, en el presente, el pasado y el futuro.
Desde Lourmarin, por el camino montañoso de Bonnieux, podemos ir hasta Lacoste, donde se eleva, sobre un valle cuajado de almendros, el castillo del Marqués de Sade, que hoy pertenece a Pierre Cardin. Ante el foso del castillo, tres esculturas de artistas contemporáneos evocan placeres y torturas vividos detrás de los muros. Más allá, el monte Ventoux, perenne e imponente en la distancia, parpadea bajo las nubes viajeras.
El río de los poetas
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Desde Lourmarin, 40 kilómetros hacia el norte, La Sorgue nace en una enorme gruta y corre hacia la casa donde Petrarca se refugió después de conocer a Laura en Aviñón. El río tiene una transparencia especial, como si estuviera iluminado desde dentro por la intensidad de sus algas y por los endecasílabos que compuso Petrarca escuchando su corriente. Él perdió a Laura, pero nosotros ganamos el Cancionero, escrito en este pueblo edificado en piedra y abrigado entre montañas, la Fontaine de Vaucluse.
Desde aquí corre el río entre arboledas hacia la llanura donde se enclava L’Isle-sur-la-Sorgue, una modesta Venecia de la campiña, sin torres, pero con ruedas de molino que giran en los arroyos derivados del curso principal, que recorren la población. Hay un paseo junto a la ribera, con cafés y restaurantes. Al otro lado se acumulan tiendas de anticuarios, famosas en Europa. El poeta René Char escribió sobre La Sorgue: “Río donde el rayo termina y comienza mi casa”. Y aunque no aparezca en las guías, la descubrimos muy cerca de uno de los aparcamientos reglamentarios: una casa grande, pintada en color albero, con muchas ventanas y un torreón, desde el que bajan, en las esquinas, listas de color granate. René Char la abandonó para combatir a los nazis como miembro de la Resistencia. En ese tiempo escribió Hipnos, uno de los mejores libros del siglo XX. En el Museo René Char, que sí anuncian las guías, no queda un solo objeto del poeta. Dicen que los recuperó su viuda. Dicen que se los llevó La Sorgue.
Las Canteras de Luz
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Cuarenta kilómetros al suroeste, sobre una cima de Les Alpilles, nos contempla el castillo de Les Baux de Provence, inmenso trapecio encajado en la roca. Construido aprovechando las cuevas de remotos pobladores, el castillo es un espléndido museo de la civilización medieval. Desde sus torres se divisa media Provenza, incluida la Sainte-Victoire, y, justo abajo, el pueblo en cuyos callejones e iglesias retrocedemos, vertiginosamente, a siglos pasados. Parte de las casas se desperdigan por el conocido Valle del Infierno, donde, según la leyenda, Dante se inspiró para escribir su Comedia.
Al inicio del valle, rodeado de rocas de fabuloso aspecto, como torreones de Botero, nos sorprenden Les Carrières de Lumières, unas antiguas canteras abandonadas por la industria y ahora entregadas al arte. En sus inmensos recovecos, mayores que las naves de muchas catedrales, se proyectan cada año composiciones basadas en grandes maestros de la pintura, al ritmo de la música que acompaña la luz. Este año corresponde a Chagall, cuyas obras, aumentadas y fragmentadas, nos envuelven en sus colores intensos y espirituales. Ángeles rojos, manos entrelazadas, violinistas azules pasan gigantescos ante nuestra pequeñez alucinada, pues entendemos cuánto paraíso pueden cobijar las puertas del infierno.
La plaza de Van Gogh
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Hacia al sur, a orillas del Ródano que corre ancho y curvándose hacia su desembocadura, se emplaza la romana Arlés, una ciudad elevada a la leyenda por la convivencia de Van Gogh y Gauguin, aunque sus huellas no son tan fáciles de seguir como pareciera. La casa de la famosa habitación amarilla fue víctima de la guerra. Permanece en pie el llamado Espacio Van Gogh, el antiguo hospital donde ambos soñaron (especialmente Vincent) una residencia para artistas. En el patio, una reproducción de su cuadro Jardín del hospital en Arlés nos sitúa en la exacta perspectiva en la que Van Gogh trasladara el jardín al lienzo. Podemos hacerlo hoy, in situ, con un golpe de mente.
Lo mismo ocurre ante el café La Nuit: una reproducción de La terraza del café por la noche nos sitúa ante el ángulo exacto que percibiera Van Gogh. Pero para el recién llegado, el verdadero impacto es descubrir la plaza en sí, a la que se accede desde calles estrechas: descubrirla, abierta, arbolada, bulliciosa, repleta de cafés y, en efecto, de terrazas, donde uno se sienta relajadamente para vigilar una luz que no parece agotarse nunca. Esa misma luz corre bajo el cercano puente de Langloise, a las afueras de Arlés, hoy reconstruido tal como fue pintado. Lo sabemos, lo vamos a visitar, pero, mientras caiga la noche, permaneceremos en la plaza.
El mejor puerto
Así se llama la primera de Les Calanques (calas, en español) de Cassis, un pequeño pueblo al este de Marsella que conserva, en su puerto y en sus barcas pintadas, el aire pesquero del Mediterráneo. Mansiones y casas de veraneo se desperdigan por la costa rocosa hacia el parque nacional de Calanques, donde, por fortuna, se interrumpen.
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Muchos excursionistas deciden descubrir las calas a pie. Pero, si tomamos un barco, en el mismo puerto de Cassis, visitaremos cada una de ellas desde el mar. Algunas se adentran, estrechas y sinuosas, en la tierra. Otras, más cortas, se presentan como grandes mordiscos en la plataforma de roca, que adopta, ante el mar que la azota, formas extrañas y titánicas. Recibimos la sensación de encontrarnos ante un acantilado vivo, donde habitan seres mitológicos dentro de la piedra, entre columnas y estremecedores picos, sobre los cuales hacen sus nidos las aves y apuntalan sus cuerdas los escaladores.
Port Miou, el mejor puerto, tiene un kilómetro de largo. Merece la pena ir caminando desde el aparcamiento para contemplar esta calanque desde el inicio, donde ya avistamos los veleros alineados, que se van distribuyendo bajo los pinares en una cala que no acaba de ampliar su ángulo casi hasta la embocadura, donde se abre entre empalizadas rocosas. Ni las más furiosas tempestades pueden cruzar esta hendidura que se ondula y se estrecha, que parece bailar una música que solo escucha ella: la quietud completa.
El primer cine
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Al sureste de Cassis, después de atravesar el cabo Canaille, de paredes rojizas, se enclava La Ciotat, activa ciudad de pesca y astilleros, alrededor de cuyo puerto se han establecido bares y restaurantes de apetitosas terrazas. Justo enfrente del aparcamiento del puerto deportivo está el cine Edén, el primero del planeta Tierra, donde se proyectaron las películas de los Lumière. El cine, reabierto hace dos años, nos ofrece, en su fachada modernista, una antesala perfecta de la imaginación y la memoria.
El mejor cine se encontraba, sin embargo, en la cima del cabo Canaille. Rodeados de plantas aromáticas, divisamos las calanques, cuyos brazos de roca acaban de impulsarse hacia la isla de Riou, en el centro del agua, dorada bajo el sol poniente.
Los espejos de Les Deux Garçons
Los espejos cubren las paredes de este café de Aix que lleva abierto en el Cours Mirabeu desde el siglo XIX. M. F. K. Fisher, que escribió impagables libros sobre la Provenza, apuntó sobre él: “Es el primer y último café de mi vida visible e invisible en esta ciudad”. Así lo será para cada visitante. Viaje tras viaje, compartimos las mismas mesas dentro de sus espejos.
Ernesto Pérez Zúñiga es autor de la novela La fuga del maestro Tartini (Alianza).