El triunfo de la inteligencia, el método y la imaginación

“Es cierto que la inmensa mayoría de ese continente meridional (en el supuesto de que exista) tiene que encontrarse en el interior del círculo polar, donde el mar está tan invadido de hielo que la tierra resulta inaccesible. El riesgo que se corre al explorar una costa en esos mares desconocidos y glaciales es tan enorme que puedo atreverme a decir que nadie se aventurará nunca más lejos de lo que lo he hecho yo, y que las tierras que pueda haber al sur no se explorarán jamás». James Cook, febrero de 1775

 

Barco en la AntártidaDesde que el geógrafo griego Ptolomeo postulara la existencia de una gran masa terrestre que se extendía por el hemisferio sur en el año 140 después de Cristo, la idea del continente del sur había hipnotizado a los hombres. Su presencia en la parte inferior del mundo era necesaria para compensar la masa de las tierras árticas. Poco a poco pasó de ser una teoría a convertirse en una alucinación mítica que prometía riquezas superiores a las que podía concebir la fantasía más exaltada.

Cook

, Palmer, Ross, Weddell…, exploraron los mares que la rodean hasta avistar las costas de esta Terra Incógnita y nos dejaron sus nombres como recuerdo de su coraje.

 

Tras ellos, los exploradores polares como Scott, Amundsen o Schakleton, buscaron tierra adentro las fisuras que les pudiera otorgar este viejo continente montañoso, donde el viento sopla perpetuamente sobre el enorme macizo de hielo.

Cada uno de ellos vivió la emocionante sensación de luchar contra la naturaleza más implacable, de ver la belleza y las maravillas de un mundo desconocido. Rodeado por mares rugientes, los mares más tormentosos, más difíciles de atravesar y un anillo de agua congelada que ocupa 20 millones de kilómetros cuadrados, el continente blanco fue el último en mostrarse a los ojos humanos ávidos de descubrimientos.

Ni las descripciones de Cook de un horizonte de aspecto terrible, además de estéril y sin provecho alguno disuadieron a los navegantes posteriores. Con el primer desembarco oficialmente reconocido en la Antártida realizado por el foquero William Smith en 1819 se abrieron las puertas a los nuevos exploradores.

Primero sus islas, costas, bahías, golfos y cabos fueron paso a paso reconocidos. Después el interior del continente tendría que dejar de ser una incógnita. Llegaba la época de la Gran Exploración, que culminó con la lucha por la ansiada conquista del Polo Sur.

Antártida. Foto: Sebastián ÁlvaroEl noruego Roal Amundsen fue el vencedor de esta carrera, al plantar la bandera de su país sobre el punto más meriodional del planeta en 1911. Su éxito fue la suma de una larga experiencia alimentada por una vocación enardecida por las aventuras polares, además del triunfo de la inteligencia, el método y la imaginación.

Después de arribar en la bahía de las Ballenas, Amundsen emprendió la marcha de 1.300 kilómetros que le separaban de su objetivo. Con un grupo reducido y cien de los mejores perros para trineo que fue sacrificando según sus necesidades, alcanzó la gloria de ser el primero en pisar el Polo Sur el 14 de diciembre. Amundsen describió el lugar como “una vasta llanura que proseguía, sin variación, milla tras milla en todos los sentidos”.Barco en el estrecho de Lemaire. Foto: Sebastián Álvaro
El rival de Amundsen era Robert Scott, un oficial de la Marina inglesa que ya había participado en la expedición de Schakleton que alcanzó los 88º 23’ de latitud sur. Sensible con los animales, el explorador inglés había sufrido al sacrificar los 19 perros y no admitía el uso de su carne por lo que su expedición contaba con más hombres y menos animales. Su plan tuvo un éxito tardío.

Cuatro semanas después de Amundsen, el grupo de Scott encontraba la bandera noruega sobre el tan deseado Polo Sur. “Todas las penalidades, todos los sacrificios, todos los sufrimientos, ¿de qué han servido? Y ahora, en marcha. La lucha va a ser desesperada. Yo me pregunto si podremos soportarla”. Estas palabras de Scott escritas en su diario eran un triste presagio. Ninguno sobrevivió.

Sebastián Alvaro.Pero puede que la más famosa expedición de esta “época heróica” fuera la que dirigió sir Ernest Shackleton entre 1914 y 1916. No por su éxito, sino porque sobrevivieron casi tres años atrapados entre los implacables mares helados que rodean el continente. Shackleton pretendía atravesar la Antártida a pie, pero, mientras se internaba en el mar de Weddell, su velero, el Endurance, quedó atrapado por la banquisa, a la deriva y a merced del hielo. Así recorrieron más de 2.000 km. hasta que la presión hizo astillas el barco. Durante seis meses más, Shackleton y sus hombres vivieron sobre inestables témpanos hasta que, en pequeñas chalupas alcanzaron la isla Elefante, al norte del archipiélago de las Shetland del Sur.

La era heroica de los exploradores dio paso en la Antártida a la época de los científicos. Los descubrimientos dejaron de ser el propósito principal de la exploración polar y las expediciones incorporaban en sus equipos a geografos, a especialistas en rocas, en hielos, en la atmosfera y en las especies.

La Antártida vive en los extremos. Es el desierto más frío, a la vez el territorio más borrascoso y más árido, pero al mismo tiempo es la mayor reserva de agua dulce del planeta. Es el lugar de la Tierra donde existir resulta más difícil, por su inaccesibilidad y aspereza, y sin embargo, es a su alrededor, donde la vida animal es opulenta y variada.

Navegando. Antártida. Foto: Sebastián ÁlvaroLos pueblos, con sus cargas culturales e históricas que llenan de significados y simbolismo los paisajes, dándole su propio sentido, están ausentes en la Antártida.

Más allá de pequeños asentamientos científicos, el hombre jamás ha conseguido colonizar este continente. El sentido de estas tierras es esa misma carencia, no tener claves culturales, ser estrictamente virgen.

Si en la soledad de los mundos inabitables del norte hablan las piedras, hay quejidos perdidos que llegan de lugares muy lejanos, en la desolación absoluta del sur sólo se llena el espacio con lo que cada persona le da.

Aquí, dice Neruda, “no sucede nada, sino el viento”.

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