Mientras escalaba con un alpinista coreano el Broad Peak, una piedra desprendida por su compañero de cordada estuvo a punto de matarlo. Pasó tres días solo en el campo tres, a siete mil metros, con la pierna derecha inutilizada. Al final se decidió a lanzarse montaña abajo, arrastrando su pierna herida, para buscar la seguridad del campo base. Su trabajo no había sido en vano pues tres alpinistas de la expedición consiguieron hacer cumbre, pero en la bajada uno de ellos murió.
La experiencia le resultó premonitoria. Al regresar a su aldea su mujer, Najima, le preguntó, al verle en un estado tan lamentable: “¿qué haremos en casa si tu mueres?”. Karim comprendió que tenía razón y le prometió que ya no volvería a escalar montañas tan altas.
Hoy, ‘Little Karim’ debe rondar los sesenta años y se nota “menos fuerte que antes”; es una edad avanzada para la media de sus convecinos y la dureza de la vida que llevan. El promedio de vida en esa zona no debe superar los cincuenta y cinco años y Karim ya es tratado en la aldea como un anciano venerable. Pero aquí sigue llevando grupos de ‘trekking’ al Gondogoro y a montañas de seis mil metros. Nunca ha dejado de amar la montaña. Y no porque sea su principal fuente de ingresos sino de otra forma, como objeto de pasión y deseo.
Le entiendo perfectamente. De la misma manera que se ama a una mujer. De la misma forma que lo hacemos los montañeros. El año pasado subimos juntos al paso del Gondogoro y a casi seis mil metros nos paramos a ver amanecer contemplando el milagro de convertirse en oro puro el mar encrespado de cimas del Karakorum: los Gasherbrum, el Broad Peak, el Chogolisa, el K2 , el Masherbrum y tantas otras. En silencio, absortos en el milagro, he visto cómo a mi amigo le brillaban sus ojos oscuros. No eran los ojos de una vida acabada y apagada. En ellos encontré la mirada clara, profunda e intensa, de un niño; de un sueño de infancia, de un rescoldo que arderá mucho tiempo después de apagada la llama.
Ha escrito mi maestro, el geógrafo Eduardo Martínez de Pisón, que el Karakorum es uno de esos grandes paisajes que pueden conformar un territorio moral paralelo en quienes lo viven con talante abierto y libre, un espacio interior que forja el carácter de los hombres, como los porteadores del valle de Hushe. Grandes hombres como Abdul Karim, nuestro amigo ‘Pequeño Karím’.
Por eso todos los años, desde hace ya treinta, vuelvo al Karakorum.