Inventar el alpinismo sin saberlo

No he podido ver a “Miss Chile”. No es que la chica estuviese muy ocupada (en realidad lleva más de 2.500 años descansando). Simplemente, lo que pasa es que sus pretendidos descendientes no quieren que nadie la contemple. Sí que la pude visitar en mi primera visita hace justo 20 años a San Pedro de Atacama, donde ahora me encuentro de nuevo, camino de un gigante que lleva aún más tiempo de reposo: el volcán Licáncabur.

Entonces, en el pequeño museo local se encontraba “Miss Chile”, la momia de una mujer perteneciente a los primeros pueblos que se asentaron en este desierto según parece allá por el  siglo IV a. C. No es que aquellos grupos supieran momificar a sus difuntos como los antiguos egipcios. Fueron las particulares condiciones del lugar, con una alta salinidad del suelo y extrema aridez, las que propiciaron la momificación casi perfecta del cadáver de la mujer, hasta el punto de que conservase incluso las pestañas.

Según me explican, los actuales habitantes de este rincón inclemente y bellísimo en la frontera de Chile con Bolivia no quieren que “sus” muertos sean exhibidos a la curiosidad pública. Parece que la corrección política es un virus tan extendido como letal para el sentido común y el conocimiento también del pasado.

He vuelto al desierto de Atacama para subir de nuevo a la cima de uno de sus emblemas: el volcán , un gigante de casi 6.000 m de altitud. Una montaña aún más imponente por erguirse desafiante sobre los salares y lagunas de infinita belleza que la rodean. Pero esta montaña no es sólo fascinante por su belleza natural. Es una de las más sagradas de los Andes. En su cima se han encontrado vestigios (puntas de flecha o aras ceremoniales) de quienes debieron ser los primeros “alpinistas” que lograron coronarlo. Aunque, muy probablemente, ellos no fuesen conscientes de tamaño triunfo deportivo.

Varios siglos antes de que Saussure inventase el alpinismo en el Mont Blanc, aquellos indígenas ya desafiaron al miedo y el mal de altura para llegar, siguiendo lo que todavía hoy se conoce como “el camino del Inca”, hasta la cumbre del Licáncabur y allí hacer ofrendas a sus deidades.

Antes de volver a subir a su cima, me emocioné a sus pies imaginando a aquellos hombres iniciando esa ascensión, sobreponiéndose al temor y a la abrumadora presencia de esta mole, al frío y la altitud extrema, pero también saboreando la excitación de la aventura, del desafío que suponía –y sigue suponiendo- subir hasta su punto más alto, para relacionarse con sus dioses y contemplar el mundo desde una atalaya excepcional.

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