Caminar por las murallas de Cartagena de Indias es regresar al pasado de esta parte del planeta cuando el Caribe, como ahora lo es el Mar de China, era el centro del mundo. Lo hago con lentitud, saboreando las luces del atardecer que hacen de las calles y balconadas de esta ciudad un espectáculo único. Cartagena es una ciudad de hermosas construcciones y bonitas mujeres, espléndidas en sus rotundas formas, y con unas magníficas murallas que un día sirvieron para rechazar invasiones de piratas y corsarios que asolaban el Caribe. Cartagena es la reina indiscutible del trópico, una bella ciudad exquisitamente conservada con 13 kilómetros de murallas y 480 años de antigüedad. Su casco antiguo fue declarado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad en 1984. Una ciudad que ningún viajero que visita América debería perderse y que, por esas cuestiones de la Aventura, yo había ido posponiendo largo tiempo.
Pero por fin estoy aquí. Camino por las fortificaciones de Cartagena de Indias en busca de la estatua de un hombre tan íntimamente ligado a la historia de esta ciudad como olvidado al otro lado del océano, su tierra natal, España. Aquí está, espada en mano, a los pies del castillo de San Felipe de Barajas. La verdad es que cualquier tribunal médico de nuestros días le habría concedido la incapacidad permanente sin dudarlo pues le faltaban un ojo (perdido en la defensa de Tolón) y una pierna (amputada a los 15 años frente a Gibraltar durante la Guerra de Sucesión) y la mano derecha la tenía prácticamente inútil a consecuencia de un balazo. Pero la guerra era el oficio del vasco Blas de Lezo y Olavarrieta (1689-1741) y pocos militares españoles han sido más valientes, leales e ilustres.
Subo a la fortaleza y me asomo desde uno de los baluartes a la bahía de Cartagena tratando de imaginar el horror de los habitantes de esta ciudad colombiana cuando vieron llegar a una flota con más de 180 naves inglesas y 25.000 hombres (entre los que se encontraba el hermano de George Washington y varios miles de voluntarios de las colonias inglesas) dispuestos a tomarla en 1741. Hasta el desembarco de Normandía no se movilizaría en el mundo tal cantidad de naves y hombres para una operación militar. En frente apenas 2.500 defensores y poco más de 900 cañones. Pero dentro estaba todo el talento como estratega y la determinación en la victoria del almirante Blas de Lezo, al que algunos llamaban “mediohombre” cuando oían acercarse el toc-toc de su pata de palo.
Pero muy pronto se tuvieron que comer sus palabras. En realidad aquel discapacitado tenía más valor que muchos hombres juntos. Ni los brutales bombardeos ni los sucesivos asaltos pudieron con la fanática defensa que opusieron los soldados españoles dirigidos por la habilidad militar de Blas de Lezo para sorprenderlos desbaratando sus planes. Tras semanas de asedio, los defensores se vieron cercados en el castillo de San Felipe de Barajas. Por entonces la fortaleza ya había recibido más de seis mil bombazos, como reflejó en su diario, con rigor y frialdad, el militar vasco.
Entonces, el almirante inglés Vernon, líder del asalto, ya se vio triunfador e hizo enviar noticias a Londres de su triunfo donde, incluso, se acuñó una moneda donde se veía arrodillado al marino español entregando las llaves de la ciudad a Vernon. Mayúsculo ridículo y craso error pues entonces el cólera y los contagios vinieron a sumarse a una resistencia numantina para derrotar a unos asaltantes desmoralizados y mal dirigido. La valentía y la inteligencia de un general con pata de palo y la tenaz resistencia de los habitantes de Nueva Granada, como entonces se llamaba aquella zona, que no quisieron rendirse ante la mayor flota que habían visto los mares. Los ingleses terminaron por retirarse, no sin antes tener que quemar seis de sus navíos por falta de tripulación y dejando atrás más de 6.000 muertos y 7.500 heridos, muchos de los cuales murieron antes de regresar a Jamaica.
El desastre de la batalla de Cartagena de Indias fue tan grande que el imperio británico tuvo que olvidarse definitivamente de invadir Sudamérica. En esa batalla se inmoló lo más granado de la oficialidad de la Armada británica. Además pasarían muchos años de que pudieran reponerse pues habían perdido 23 grandes barcos de combate y más de 50 de una flota de transporte compuesta por más de 130. Los españoles también pagaron un alto coste pues en total sufrieron 800 muertos y 1.200 heridos. Pero la “Armada Invencible” inglesa había sido literalmente desguazada.
En Londres el rey Jorge II ordenó que se echara una gruesa capa de olvido sobre tan humillante derrota castigando a quien hablara de ella. En cuanto a Blas de Lezo, poco dado a los alardes, informó a su jefe, el incompetente virrey Eslava “…hemos quedado libres de estos inconvenientes.” Con él se cumpliría, una vez más, la tradición cainita de nuestra historia: murió poco después, infectado por la misma epidemia que le había ayudado en su victoria, sin que le fuesen pagados los salarios que le debían, e incluso se puso en entredicho su valía militar.
Creo que sólo en su Pasajes natal, en una fragata de la Armada y en Cartagena de Indias se recuerda su memoria. Así se premiaba una de las mayores victorias navales de la historia, muy superior en importancia a la derrota de la Armada Invencible, pues con ella el imperio marítimo español impidió definitivamente el asentimiento de los ingleses en América del Sur.
Ahora recuerdo todo aquello, de la mano de un magnífico libro escrito por el colombiano Pablo Victoria, mientras paseo y sonrío para mis adentros al ver las troneras de esos cañones que destruyeron las ambiciones del almirante Vernon y que ahora dan cobijo a muchas parejas de enamorados que se acurrucan en aquellos huecos refugiándose de las tormentas tropicales. Me parece un justo rodeo, de la guerra al amor, que retrata un mundo más amable y justo. Ese amor que fue descrito magistralmente en la novela “El amor en tiempos del cólera” por uno de los mejores escritores colombianos de todos los tiempos, el Nóbel Gabriel García Márquez, cuya casa precisamente se levanta al lado de estas murallas que sirvieron para que esta ciudad haya llegado a nuestros días como una maravilla colonial que parece detenida en aquel tiempo heroico y terrible.
Afortunadamente, con casi tres siglos de retraso, una placa colocada en la Puerta del Reloj refleja la última voluntad de Blas de Lezo: “Ante estas murallas fueron humilladas Inglaterra y sus colonias”. Ya se que hoy es políticamente incorrecto, y también se que los ingleses siempre han sido aliados más leales que los que nuestros reyes y políticos se buscaron, y que llevaron a España a la ruina, pero por un momento pienso que no está de más reconocer la nobleza y la valentía de todos aquellos hombres y mujeres que hicieron que le fuera concedido a Cartagena de Indias el calificativo de “la heroica”.
La historia completa y rigurosa en http://www.labatalladecartagenadeindias.com
Tambien se refleja esta parte de la historia, en la cuarta estrofa del Himno Nacional de Colombia:
Cuarta estrofa:
A orillas del Caribe
Hambriento un pueblo lucha Horrores prefiriendo
A pérfida salud.
!Oh, sí¡ de Cartagena
La abnegación es mucha,
Y escombros de la muerte
desprecian su virtud.
Desde Sevilla, Alcala de Guadaira, un saludo.