Como todos los años, convirtiéndolos en un clásico por Navidad, los festivales KutxaBank de Bilbao y Madrid, organizados por Juanjo San Sebastián y Ramón Portilla, nos han acercado a películas, documentales y aventuras que marcaron un año que estoy seguro será recordado por un nuevo intento de llevar el alpinismo a sus últimas fronteras.
Aquellas que traspasan, como siempre, los alpinistas más audaces e innovadores. De la misma forma que Bonatti, en los años 60 del pasado siglo, Bonington y Messner en los 70 y 80 y tras ellos un buen número de alpinistas en los tiempos actuales, revolucionaron el mundo del alpinismo por sus atrevidas escaladas llevando al límite las posibilidades de los seres humanos en las montañas más bellas y altas de la Tierra. En tiempos más actuales escaladas en estilo hiperligero como la escalada de la vertiente del Rupal del Nanga descendiendo por la de Diamir, o la ascensión en solitario hace unas semanas, en sólo 28 horas, de Ueli Steck. Todas ellas cierran las penúltimas grandes realizaciones; penúltimas porque en este momento ya hay alpinistas preparados para partir a realizar nuevas escaladas “imposibles”.
Aparte de la escalada de Steck (repetida unos días más tarde en estilo alpino por una cordada francesa) la mirada hacia el año que termina estaría incompleta sin la expedición de dos jóvenes canadienses al K6. Como ya escribí en su momento, lo que Raphael Slawinsky e Ian Welsted hicieron en la cara oeste de esa montaña virgen de 7.000 metros (una de las tres cimas del K6) me parece la actividad más innovadora, atrevida y comprometida de cuantas se han llevado a cabo esta temporada en el Karakorum y que ha merecido el premio National Geographic en la edición de este año. Desde su campo base, en el maravilloso glaciar Charakusa, abrieron una nueva vía sin ayuda exterior de ningún tipo, cargando con todo lo que necesitaron durante los días que emplearon en escalar esa impresionante pared de hielo y roca de 2.500 metros, documentando su llegada a la cima sin asomo de duda y regresando sin dejar un solo clavo de hielo en la pared, como ellos mismos me dijeron cuando nos encontramos en el campo base poco después. Creo que sería un buen símbolo de lo que podemos seguir esperando de esta actividad, probablemente la más noble y cercana al corazón del hombre: un buen estilo, una ruta elegante y arriesgada, unos tipos fuertes y honrados.
En el anverso de la moneda, el sombrío y desagradable, está el “caso” Pauner, en el que la labor concienzuda y profesional de la revista Desnivel permitió demostrar, sin lugar a dudas, primero, que no ha subido a la cumbre del Shisha Pangma, además de haber bajado del Annapurna en helicóptero y subir al Everest con botellas de oxígeno, demasiados puntos negros para pretender apuntarse los catorce ochomiles; segundo que una prensa rigurosa e independiente es esencial también en el mundo de la montaña y tercero que la presión de los patrocinadores, y de las necesidades de financiación, en el alpinismo se están situando a la altura que ya tienen en otros deportes. Tampoco debe hacernos rasgarnos las vestiduras, pero no podemos mirar a otro lado, como ha ocurrido con mucha gente del mundo de la comunicación y la montaña.
Contrapuestas son las emociones que me trae el recuerdo del trágico accidente sufrido por Juanjo Garra en el Dhaulagiri. El intento de rescate de Juanjo es imposible olvidar por todas las cosas que allí pasaron, tanto la forma en la que fue abandonado a casi ocho mil metros por todos los que estaban a su lado, excepto por su sherpa, como la increíble muestra de solidaridad que demostraron todos los que participaron en el intento, mucho más allá de lo razonable. Así lo demuestra -y sólo es un ejemplo de los muchos de los que fui testigo aquellos días- la valentía de Simone Moro y su piloto de helicóptero, que trató de llegar hasta donde estaba atrapado y herido Juanjo, no lográndolo pero pudiendo rescatar a otras ocho personas a una altitud que hace sólo un par de años nos hubiera parecido imposible. Conseguimos sacar de aquel infierno de “la Montaña Blanca” a otros muchos alpinistas pero no a nuestro amigo Juanjo. Eso pesará siempre sobre nuestra alma.
Es imposible no percibir un cierto aroma a “fin de ciclo” en todo lo que ha acontecido este año que termina. Ese largo camino que va de la búsqueda de “picos inaccesibles”, como diría Mummery, a los “paseos para una dama” (son palabras también de Mummery) que es en lo que se han convertido las excursiones comerciales que abarrotan tanto la ruta normal del Everest como la del Mont Blanc cada verano, con impresionantes actividades alpinísticas como la de los canadienses en el K6 o la de Ueli Steck. O la escalada invernal de los polacos al Broad Peak.
Estos días he tenido la oportunidad de charlar con tipos como Kristof Wielicki, Simone Moro, Adam Bielecki o Dennis Urubko, sobre las invernales en el Karakorum, sin duda la última frontera del alpinismo. Este macizo, situado más al norte y más alejado del mar, padece un clima más frío y detestable que el resto del Himalaya. Eso explica que los cinco ochomiles de Pakistán (el Nanga, aunque geográficamente sea el Himalaya, a estos efectos puede situarse en este grupo) sean los más peligrosos, los que se resisten al empuje de los alpinistas. Dos de estas montañas, el K2 y el Nanga Parbat, son las únicas que superan los ocho mil metros que continúan sin haber sido holladas en temporada invernal. Representan el último desafío. Como dijo Bonatti, al respecto de la tecnificación en la montaña, y la marea de atletismo, gimnasia, ciclismo o vuelo libre, que anega la montaña, son actividades deportivas muy respetables, que por supuesto deben realizarse, pero eso no es alpinismo, pues sin riesgo, aventura, ni historia ni sentimiento, “muchas cosas esenciales cambian”.
Frente a esos aspectos deportivos que se realizan en la montaña, estas expediciones invernales representan la última frontera. Como dijo Lionel Terray, con sentido profético, “el alpinismo está todavía muy lejos de encontrar sus límites”. En pocos años la estadística es aterradora: 9 personas han logrado pisar alguna de estas cinco cimas situadas en Pakistán, pero a cambio siete experimentados alpinistas perdieron la vida en esos intentos. Creo que en este momento el mayor grado de compromiso y exposición que pueda existir en el himalayismo se encuentra en este tipo de escaladas. Sólo están al alcance de los que posean la mayor fortaleza física y la mayor resistencia sicológica. Y, a pesar de ello, siempre estarás en un filo tan delgado como peligroso. En invierno no hay margen para el error. Simplemente te quedas y mueres en poco tiempo por hipotermia y agotamiento. De los cuatro polacos que subieron al Broad en invierno, sólo regresaron dos y a día de hoy sólo Adam continúa con vida nueve meses más tarde.
Si un equipo polaco y el de Simone Moro, en una expedición patrocinada por North Face, tendrán que vérselas con la temible pared del Rupal, el alemán Ralf Dujmovits y el italiano Daniele Dardi han elegido la vertiente oeste, la de Diamir y el espolón Mummery, para intentar en solitario, cada uno por su lado, el Nanga Parbat. Estos intentos, son los más comprometidos que puede realizarse hoy en día, podría parecer una extravagancia arriesgada si lo llevase a cabo un alpinista con poca experiencia, pero conociendo a los dos alpinistas bien pueden calificarse de rigurosos y serios. Daniele ya ha intentado esta nueva ruta en invierno y saldrá más tarde que el resto (que ya se encuentran en el campo base, aunque con un frío de muerte). Ralf siempre ha requerido para si un discreto segundo plano detrás de su mujer Gerlinde Kaltenbrunner, y sin embargo él ha tenido mucho que ver en el rigor, planificación y ejecución que convirtió a Gerlinde en la primera mujer en escalar las catorce montañas de ocho mil metros sin utilizar botellas de oxígeno. Su intento ha sido tan atrevido, en mi opinión no tenía muchas posibilidades de éxito, que hace unos días hizo un comunicado público diciendo que regresaba a Europa debido al peligro de avalanchas en la ruta Messner del Diamir. Pero creo que por encima de todo lo que quedará es su intento atrevido. Cuando se persiguen los límites, los de la Naturaleza y los nuestros, hay que atreverse a fracasar. Somos la suma de todos esos intentos y fracasos que pusieron los pilares de nuestros conocimientos y los éxitos posteriores. Ojala tengan suerte este invierno y, al menos, regresen todos.
Quizás, después de más de 200 años de aventuras, el círculo se está cerrando y todo ha vuelto a sus orígenes. Todo está por hacer y descubrir. Hay una frase del gran alpinista estadounidense, Charles Houston, que bien puede sintetizar la historia del alpinismo que nos ha traído hasta aquí: «Ninguna ascensión es obra de un sólo hombre. Detrás de ellos, se apiñan las sombras de otros que antes lo han intentado y han fracasado. Su fracaso les ha enriquecido y miran con orgullo y respeto a quienes han vencido». Me gusta pensar que somos herederos de ese sentimiento de la montaña cuyo poso han ido dejando los más grandes, de Saussure a Whymper, de Mummery a Mallory, de Welzenbach a Terray, de Bonatti a Messner. Y de Buhl, Diemberger, Bonington, Scott, Boardman o Fowler. Y, espero, que también hayamos sabido aprender de nuestros errores, de los malos atajos, de los accidentes y de los caminos equivocados. Porque si alguna vez fuimos grandes, como dijo Newton, es porque nos aupamos a hombros de gigantes. Todos dependemos unos de otros. Siempre tenemos motivos para sentirnos humildes. Cuando echamos la vista atrás y analizamos lo que hicieron aquellos alpinistas hace 50, 100 o 200 años antes que nosotros, cuando pensamos en sus equipos, en sus conocimientos o en su valentía, y los comparamos con los nuestros, tenemos muchos motivos para darnos cuenta de que ellos eran auténticos gigantes que hicieron del alpinismo, “el arte de hacer más con menos”. Debemos estar orgullosos de ser sus herederos.