La clave de la expedición estaba, como en todas las travesías en desiertos, y ya había previsto antes de salir de España, en manos de los camelleros y en los lomos de nuestros sufridos camellos. Unos y otros determinarían nuestro éxito o nuestro fracaso. Cuando ya llevábamos una semana caminando, al calor de la hoguera con la que combatíamos el frío inmisericorde de la noche, el jefe de los camelleros, Abdullah, nos confesó que nunca se había adentrado tanto en el desierto. No comprendía la razón que nos impulsaba a estar haciendo algo que nunca antes nadie había intentado. Pero confiaba en nosotros. Lo dijo con una tranquilidad que tuvo la virtud de calmar mis temores. Aunque aquella confianza ilimitada en nuestras capacidades no hacía sino añadir un fardo a la pesada carga de caminar en dirección al norte. Aquella noche, oyendo sus historias de caravanas que jamás regresaron de aquel infierno, comprendí el misterio que exhalan los grandes desiertos. Desde entonces aprendí para siempre cuál es la clave de estas travesías: La fortaleza mental de tus compañeros, la potencia de carga de los camellos y la experiencia de sus cuidadores. Este tipo de expediciones siempre son, además de todo lo otro, con o que ya contamos, un caudal de valiosos aprendizajes.
La clave de las travesías a pie en los desiertos es el rigor y la seriedad con que se preparen. Con esta lección bien aprendida, cuatro años después acometería una empresa aun superior: El cruce del Gran Mar de Arena, unos 800 kms en el desierto Líbico, una aventura que hasta entonces sólo había realizado el alemán Gerhard Rohlfs en 1874. El conde húngaro Lazslo Almásy entendió a la perfección la mezcla de miedo y fascinación que ejercen estos paisajes en la imaginación de los seres humanos: “El desierto es horrible e ingrato, pero cualquiera que aspire a comprenderlo, debe regresar a él”. Y es que la pasión de Almásy por el desierto duró toda la vida. Como la mía. Por eso, cuatro años después, volvería al Gran Mar de Arena. Pero todas aquellas lecciones básicas de la dura vida entre las dunas, la rudeza y sabiduría, a partes iguales, de las grandes caravanas, la fascinación por los desiertos y la enseñanza de que sin buenos compañeros de viaje no se alcanza ninguna meta importante, se las debo a Abdullah y sus camelleros en el Taklamakán.
El principal problema al planificar una expedición de este tipo es, sin duda, el cálculo del abastecimiento de agua potable. El agua para los componentes de la expedición depende de multitud de variables, como la temperatura, el índice de humedad, el esfuerzo físico, el viento, y otros factores; pero no debe calcularse menos de tres o cuatro litros por día por persona. De Daheyan partimos con más mil litros de agua potable, que eran los que habíamos calculado que necesitaríamos nosotros. Las autoridades chinas nos habían impuesto varios personas para controlar nuestros movimientos en una zona donde antaño realizaban pruebas nucleares, por lo que, unidas a los expedicionarios y los camelleros, formábamos una caravana bastante numerosa. Con más de 40º grados durante el día, una extrema sequedad y por debajo de 10º bajo cero por la noche me parecía que era un cálculo razonable. Una caravana que se adentre más allá de cinco días en lugares sin agua puede considerarse una expedición seria y si se alcanzan los diez días la situación puede volverse desesperada. Por ello la clave sería la resistencia de los camellos. Según la información que habíamos recabado, un camello puede pasar más de tres días sin beber, dependiendo de la época, el calor reinante y el esfuerzo al que es sometido. Durante nuestra aventura, pude comprobar, no sin asombro, cómo los sufridos animales fueron capaces de resistir poco más de seis días sin probar una sola gota de agua. Aunque llegaron al final en unas condiciones lamentables. Hubo dos momentos críticos en los que nos jugamos su vida y nuestra seguridad.
El reto consistía en realizar toda la travesía sin ninguna ayuda exterior ni aprovisionamientos, por otro lado casi imposibles de realizar. Tamayo y yo habíamos calculado, equipo, agua y provisiones, para unos veinte días. En realidad estaríamos caminando 16 días por la zona central, la más desolada y árida del Taklamakán, en completa autonomía, es decir dependiendo únicamente de lo que eran capaces de cargar nuestros camellos. Al terminar y hacer recuento de nuestras penalidades pude comprobar que, aunque correctos, nuestros cálculos estuvieron muy justos, pues nos movimos en tramos de siete días sin agua para los camellos. Y la verdad es que estuvimos muy cerca de vernos en un grave aprieto.
El peor momento lo vivimos cerca del final, cuando tan sólo nos quedaban 160 litros de agua para catorce personas, es decir, reservas para tres o cuatro días. Los camellos estaban a punto de no levantarse del suelo, donde se tumbaban a la mínina parada. No es que nuestra situación fuera desesperada, pues podíamos abandonar todo, cargar cada uno en la mochila diez litros de agua e intentar recorrer los cien kilómetros que nos faltaban en día y medio o dos sin parar. Pero, desde luego, era un momento decisivo. Abandonar cámaras, película y el resto del material era un fracaso que no entraba dentro de nuestros planes. Esa misma noche ya había decido reunirme con mis compañeros para tomar una medida de emergencia; así que hablé con Abdullah para que parásemos antes de otras tardes y tener tiempo de montar el campamento y poder hablar con sosiego, que nos hacía mucha falta.
Siempre recordaré aquel atardecer. Había alcanzado el filo de una duna gigantesca y vislumbré un panorama sobrecogedor. Pensaba encontrar en el horizonte algún vestigio de vegetación, algún dato objetivo que nos devolvieran cierto optimismo y esperanzas que estábamos perdiendo, pero hasta donde alcanzaba mi vista, todo, absolutamente todo lo que había a nuestro alrededor, era un inmenso mar de dunas. Inmediatamente llegaron mis compañeros y la caravana de camellos. Nadie dijo ni una sola palabra. No hacía falta.
Estábamos en una situación delicada y comprometida. No temía por nuestras vidas pero el éxito de la expedición se movía en el filo. La única manera de conseguir agua para los camellos en esta parte del Taklamakán es un secreto que sólo conocen los uigures. Bajo tierra, en pleno desierto, existen algunos yacimientos que almacenan el ansiado líquido. Aunque no sirve para el consumo humano, por lo salina que es el agua, quizás sirviera para los camellos. Los uigures saben fijarse en detalles que pasarían inadvertidos a cualquier otra persona: Un arbusto o un afloramiento salino, donde la tierra se vuelve blanca, reseca y cuarteada. Fue entonces cuando nuestros camelleros comenzaron a buscar por los alrededores y descubrieron un punto donde se pusieron a cavar de inmediato. Los pobres animales, medio enloquecidos por el olor a humedad, presintiendo que aquella era su última oportunidad, llegaron corriendo y se agolparon alrededor del agujero que iba ensanchándose en la arena. Poco después, a unos dos metros de profundidad, afloró un agua de un desagradable color marrón, pero Abdullah y sus compañeros, ayudándose de una especie de palangana de latón, fueron dando de beber a los camellos uno a uno, y no terminaron de hacerlo hasta las tres de la madrugada. Habíamos salvado el peor momento de la travesía. Nuestra apuesta por aquellos hombres había resultado vital. Saber rodearse de un buen equipo es, al final, lo que separa el éxito del fracaso en cualquier empresa.
Cuatro días después lográbamos llegar caminando hasta la aldea de Tanán y pudimos refrescar nuestros cansados pies en el río Tarim. Justo en ese momento la patrulla militar de la aldea nos conminó a calzarnos y desaparecer en cinco minutos. Exactamente cinco minutos cronometrados. Apenas pudimos filmar una pequeña secuencia y hacer dos o tres fotos. Pero aquellos cinco minutos fueron algunos de los más intensos y felices de mi vida. Lo habíamos logrado. Habíamos logrado atravesar el desierto de Taklamakán caminando sin ningún tipo de ayuda exterior, simplemente con la única tecnología utilizada durante siglos en la zona: Los camellos bactrianos. Una mezcla de curiosidad e inteligencia creativa nos había llevado hasta aquel remoto rincón del mundo. Pero, en definitiva, ¿porqué habíamos llegado hasta allí? ¿qué nos había impulsado a acometer un reto tan lleno de incertidumbre…?
Quizás la respuesta a aquellas preguntas, que sólo se encuentran en el impulso indómito que late en nuestro corazón y en nuestra cabeza, nos la dio Almasy, uno de los últimos exploradores románticos del siglo XX. A este hombre, cuya vida novelada fue llevada al cine en “El paciente inglés”, le debemos una de las reflexiones más bellas sobre los desiertos y que explica, al menos a mi, el impulso que me llevó a atravesar el desierto de Taklamakán: “Amo la infinita extensión de temblorosos espejismos, las cadenas de dunas como rígidas olas del mar, y amo la simple vida de un campamento primitivo en el frío gélido, a la luz de las estrellas de la noche, y en las calurosas tormentas de arena”.
Precioso.