Los gigantes de la Tierra (I)

El Himalaya siempre ha ejercido una poderosa e irresistible capacidad de fascinación sobre los hombres. El haberse mantenido fuera del alcance de los occidentales hasta finales del siglo XIX, y el halo de misterio que envolvía esa zona de Asia, donde la imaginación se disuelve en los mapas, contribuyó a crear una leyenda que en buena medida ha llegado a nuestros días. La morada de las nieves perpetuas siempre ha alborotado el indomable impulso que late en el corazón de exploradores, aventureros y alpinistas. A ello ha contribuido un hecho geográfico incontestable, el Himalaya concentra las montañas más altas del planeta, los valles más profundos, los ríos más turbulentos, los desiertos más áridos y alejados del mar. Como señaló un geógrafo, mientras que la geografía europea es domesticable, la de Asia es indomable. El Himalaya, el mayor sistema montañoso del mundo, es la impresionante creación de las fuerzas orogénicas del planeta, producto de la colisión de dos continentes que ha levantado al cielo las montañas más altas de la Tierra. Una barrera natural en forma de arco de casi 2.500 kilómetros de longitud que separa las altas planicies áridas del Tíbet de las llanuras húmedas del subcontinente indio.

La historia de cómo unas moles de roca y hielo, veneradas por los peregrinos y convertidas en “moradas de los dioses” por los lugareños, se convirtieron en objeto de deseo y pasión es, como siempre, una verdadera novela de amor.

Macizo del Kangchenjunga. Foto: Sebastián Álvaro

Una cuestión puramente arbitraria, el sistema métrico decimal, creado al calor de la Revolución Francesa que estableció el metro como unidad de medida, fue a propiciar esa “absurda pasión”, como ha sido llamada, de coleccionar la escalada de las catorce grandes cimas de más de ocho mil metros. Son los gigantes de la Tierra.

Fuera de las cordilleras asiáticas no se encuentra en ningún lugar del planeta montañas que alcancen los siete mil metros de altitud. Así que no es de extrañar que, desde el comienzo de la exploración de Asia Central, los alpinistas se fijaran en estas catorce, aunque los británicos argumenten, con ciertas dosis de ironía, que ellos como no utilizan el sistema métrico decimal (no miden la altitud en metros sino en pies) no han contribuido a la popularidad de la que gozan hoy los “ochomiles”. Lo cierto es que si se hubiera utilizado la selección de la altitud por pies ese selecto club de montañas se hubiera visto notablemente ampliado, en cuyo caso hubiera dificultado el conseguir la escalada de tantas y tan difíciles montañas, o bien hubiera sido mucho más pequeño, en cuyo caso su efecto habría sido menor. Podemos imaginarnos, como ya ocurrió en los noventa, qué sería de ese conjunto de Gigantes de la Tierra, con montañas como el Gasherbrum IV, el Gasherbrum III o el Yalung Kang entre ellas. Paradójicamente serían alpinistas ingleses, como Alfred Mummery o George Mallory, entre otros muchos, los que comenzaron avivando esta pasión por las montañas más altas de la Tierra.

George Mallory, el alma de las primeras expediciones británicas al Everest.En 1895 Alfred Mummery, un alpinista británico considerado como el padre del alpinismo moderno, intentó por primera vez escalar uno de estos catorce gigantes, el Nanga Parbat, que con sus 8125 metros cierra la colosal cadena del Himalaya por su extremo occidental. El británico lo intentó con un estilo tan limpio que hoy en día haría sonrojar a muchos alpinistas que en nuestros días engrosan los campos bases de algunos ochomiles, como el Everest o el Cho Oyu, o abarrotan las cuerdas fijas del escalón Hillary respirando con sistemas de oxígeno como si se encontraran a seis mil metros.

El alpinista inglés Albert Frederick Mummery.Mummery era un innovador que ya había propiciado una auténtica revolución en los Alpes al abrir numerosas vías nuevas en algunas de las montañas más difíciles de los Alpes, como el Cervino, donde abrió seis nuevas rutas, y haberse convertido el impulsor de la escalada sin ayuda de guías. Comprometido con este estilo limpio e impulsado por un espíritu inquieto, le llevó a buscar en el Himalaya montañas cada vez más comprometidas, altas y difíciles. En el Nanga Parbat exploró todas las vertientes de la montaña y luego hizo un intento muy ligero por la vertiente oeste, una de las grandes paredes de esta colosal montaña, llegando a una altitud de unos siete mil metros por un espolón que, desde entonces, lleva su nombre.

Desgraciadamente el Nanga sería su última montaña. Allí desapareció, junto a dos porteadores gurkas, cuando sólo tenía cuarenta años. Es probable que su ejemplo de audacia y estilo ligero, su contención de medios, ese fiar play británico consistente en hacer del alpinismo “el arte de hacer más con menos”, no hayan vuelto a ser superados. Al menos hasta la aparición de Reinhold Messner y su escalada en solitario de esta misma montaña. Como afirma el alpinista italiano “sus principios alpinísticos conservan íntegra validez en nuestros días y sirven de base al alpinismo moderno”. La pérdida de Mummery causó una honda impresión en el Reino Unido similar a la que, poco después, provocaría la desaparición de Scott en la Antártida y la de Irvine y Mallory en el Everest en 1924.

Vertiente del Rupal, del Nanga Parbat, una de las mayores paredes del mundo. Foto: Sebastián ÁlvaroDesde entonces los alpinistas fueron descubriendo las nuevas reglas del juego de este alpinismo que se realiza exclusivamente en el Himalaya y el Karakorum (a veces considerado un macizo que forma parte del Himalaya pero que, en general, es considerado por los geógrafos como un sistema montañoso diferente separado del Himalaya por la gran depresión del río Indo).

Muy pronto los alpinistas occidentales se dieron cuenta de que aunque la escalada de estas montañas no era técnicamente más difícil de las que ya se realizaban en los Alpes, sin embargo el efecto del aire enrarecido, es decir la falta de presión que provoca que nuestros pulmones sean capaces de captar mucho menos oxígeno a esas altitudes, hacía de estas ascensiones una empresa de mayor riesgo y exposición.

La gran Torre del Trango, en el glaciar de Baltoro (Karakorum). Foto: Sebastián ÁlvaroA nivel del mar un alpinista bien entrenado puede salvar desniveles de entre 500 y 1.000 metros a la hora, sin embargo a 8.000 metros un ritmo de cien metros a la hora se considera un buen promedio. Pero además, al llegar a seis mil metros de altitud ya no es posible aclimatarse más y las capacidades físicas del montañero se ven seriamente disminuidas. Por encima de los siete mil metros la degradación del organismo se acelera, y más cuando se realiza una actividad física intensa, por lo que el alpinista es más vulnerable al frío, a la deshidratación, al cansancio ya problemas derivados de la permanencia en altura. Un alpinista fuerte, con la ropa adecuada y comida suficiente, es muy probable que no sobreviva más que unos pocos días por encima de los ocho mil metros. Todas estas circunstancias convierten la escalada de una sola de estas montañas en una aventura, es decir, según el diccionario, en una empresa de resultado incierto y que entraña peligro. Conseguir las catorce es, teniendo en cuanta la estadística, una hazaña casi imposible.
Alud en la cara Oeste del Broad Peak. Foto: Sebastián Álvaro

 

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