He estado muchas veces en el AGI, (Archivo General de Indias) varias de trabajo documentando aventuras como la de Ladrillero o Sarmiento de Gamboa, así que prefiero salir a caminar por las calles cuanto antes, a gozar de un día excepcionalmente bello. Geno bromea asegurándome que me lo ha preparado especialmente porque ha estado lloviendo los tres días anteriores. “Esta llena de guiris”, me dice con ese acento andaluz que hace de la palabra “guiri” un latiguillo inconfundible y divertido, y que deben estar alucinados, pienso yo, bajo este sol primaveral, amarillo y fugaz como el veranillo de San Martín. Mientras Europa entera está sepultada bajo el frío y la nieve, aquí las chicas ya van con chanclas y blusas de tirantes. Rubias nórdicas, anglosajonas blancas y pecosas, junto a hordas de jóvenes franceses, están tumbadas en los bancos y en el césped de los parques para broncearse, más bien enrojecerse, por este sol, que tiene la virtud de hacerme añorar estos magníficos patios y zaguanes de Sevilla. Y también recordar como una amiga muy joven no supo lo que quería decir ese hermosa poema de Sabina: “el zaguán donde te desnudé sin quitarte la ropa”, hasta que no vio estos hermosos patios de Sevilla.
La luz de Sevilla es incomparable pero hoy es la mejor que he tenido nunca. He estado muchas veces en Sevilla, y pienso volver siempre que pueda, porque nunca me deja indiferente. Me gustaría retener esta luz extraordinaria. Maldigo no haberme traído mi Nikon D-800, pero no venía de paseo sino a trabajar. Para compensar, me digo para mis adentros, que, como siempre, es mejor que esta luz se quede retenida sólo en mi memoria. Estos instantes son los que se transforman en emociones imposibles de olvidar. Los que, mucho tiempo después, volverán a tocar fibras de mi interior que creía apagadas y que se volverán a activar con una imagen o una canción dentro de mucho tiempo. Muchos de los mejores momentos que he vivido no los he podido compartir en fotografía. Sólo con la palabra, que quizás sea mejor…
Al menos llevo la compacta que siempre llevo en el bolsillo. Nos adentramos en las callejuelas encaladas de la judería y Geno me hace parar; si miro hacia arriba el cielo tiene un color añil que contrasta con el blanco inmaculado de estas calles enlosadas con ladrillos puestos de perfil y que han aguantado el paso de los siglos. Estas imágenes se van a fijar para siempre en mi retina y en mi corazón. En cualquier rincón te encuentras un balcón, unas flores, un pórtico que rezuma humedad y desconchones, una viga de madera carcomida, una mirada curiosa a través de los visillos. Me arrebatan sus calles, sus bares, sus iglesias, sus gentes, orgullosas pero amables, con ese porte altivo y aristocrático de quienes heredaron la navegación y el comercio del mayor imperio conocido.
Comemos, más bien picoteamos, en un pequeño y coqueto restaurante llamado “La Bulla” donde, por contraste, reina la calma y el silencio. Desde su ventana veo enfilarse la calle y al fondo el Postigo del aceite, una de las entradas que permitía cruzar las murallas, a la izquierda las Atarazanas, cerca del muelle de las muelas donde anclaba la flota de Indias. En uno de los flancos de la puerta hay una Dolorosa, que recuerda al visitante que la amargura y el dolor nos van a acompañar toda la vida. La semana santa sevillana es uno de los espectáculos más sobrecogedores a los que he asistido. Dicho por un escéptico no deja de ser admirable.
Al fondo sobresalen las torres de la catedral, la tercera más grande del mundo pero, a mi parecer, la más grandiosa y solemne de cuantas he visto. San Pedro de Roma es un derroche de lujo y vanidad, tan alejada del cielo y la caridad cristina que pregonan sus inquilinos; San Pablo de Londres es grande, sin más. Pero la de Sevilla es grandiosa, que no es lo mismo, es sobrecogedora, te invita, como alguno de los monasterios del Tíbet, al silencio y la meditación. Siempre que entro en su interior me coloco en uno de los pilares centrales que sostienen la bóveda de la cúpula y miro hacia arriba. Y siento algo parecido a lo que dice Abraracurcix, el jefe de la aldea gala de Asterix, cuando afirma que algún día el cielo se desplomará sobre sus cabezas… Si, esa bóveda, con arcos y nervios que guardan un aparente y frágil equilibrio, desnuda y sin pinturas, debe ser lo más parecido al cielo de los creyentes…
Pero hoy Geno me tiene guardado un regalo especial, una de esas joyas escondidas de Sevilla…
…y que este escenario te tiña las canas Querido.
Abrazos desde esta misma ciudad, desde estos mismos rincones de luz.
Seguiremos en el escenario todo lo que podamos, amigo. Las sienes ya hace tiempo que las tengo plateadas. Salud y amistad