En 1971 el alpinista japonés Yuichiro Miura vino a España a contar su aventura en el Everest. En aquellos tiempos en los que subir a la montaña más alta de la Tierra era todavía un reto de primer orden, el japonés fue el primero que inició la desmitificación de la montaña más alta de la Tierra, al descender desde el collado sur del Everest con esquís, una aventura que se salía de lo habitual en todo lo realizado hasta entonces. Miura vino a España a presentar el documental de su épico descenso que estuvo a punto de costarle la vida, como ya había ocurrido con seis sherpas de su expedición aplastados por una avalancha en la famosa Cascada de Hielo, uno de los puntos más peligrosos de la ascensión por la cara sur. El esquiador nipón descendería el trayecto que recorre el collado sur, a ocho mil metros de altitud, hasta el Valle del Silencio, a unos 6.600 m, en menos de dos minutos y medio alcanzando una velocidad de unos 150 kilómetros por hora. Para frenarse se sirvió de un paracaídas, algo también insólito hasta entonces, aunque la falta de densidad del aire a esas altitudes no logró detenerle. Estuvo deslizándose sin control, dando tumbos y golpes por la empinada pendiente de hielo del Lhotse y estuvo a punto de matarse.
Hacía 17 años que se había logrado conquistar el Everest, por una expedición británica de la que formaban parte Edmund Hillary y Tenzing Norgay, pero el Everest seguía siendo una montaña formidable. La más alta y la más temible de todas. Hasta finales de 1970 tan sólo 28 personas habían llegado a la cumbre, y aunque por entonces todas habían utilizado botellas de oxígeno, la montaña distaba de estar masificada y más lejos aún de convertirse en el parque temático que hace poco nos revelaron las fotografías de cientos de alpinistas formando cola, mientras los sherpas empujaban, literalmente, a sus clientes hacia lo más alto de la montaña. Hasta finales de esta temporada se han producido más de seis mil ascensiones, muchas más que la suma del resto de los ochomiles, relegando al Everest a la consideración de montaña turística, como el Aconcagua o el Mont Blanc…
Pero a comienzos de los años setenta había que tener mucho coraje para que un alpinista se propusiera una hazaña tan disparatada y, al mismo tiempo, tan atrevida. Pero Miura era la persona indicada. En España muchos hubieran hecho el chiste de que, con ese apellido, Miura, valor y fuerza se le daban por probados. Lo cierto es que, para entonces, ya tenía fama de ser un “esquiador extremo”, algo normal para un tipo que era hijo de un pionero del esquí en Japón. En realidad para Miura el Everest sería su trampolín a la fama. Cinco años más tarde un documental sobre su aventura en el Everest sería premiado con el Óscar, la primera vez que lo lograba una película deportiva.
El largo camino que lleva de Hillary y Miura a la realidad del alpinismo actual, en el Himalaya y en concreto a la montaña más alta de la Tierra, había comenzado mucho antes. En 1856 el topógrafo general del Servicio británico de la India anunció un descubrimiento que revolucionaría la geografía del planeta. En una carta dirigida a sus superiores Andrew Waugh afirmaba. “Estoy en posesión de los datos finales de la cumbre designada como Pico XV. Sabemos desde hace varios años que esta montaña es más alta que ninguna de las que hasta ahora se han medido en la India y, por tanto es, probablemente, la montaña más alta del mundo” Desde entonces ya se supo que, tarde o temprano, el reto más importante para un alpinista acabaría en esa montaña, denominada por entonces Pico XV, más tarde Everest, en honor a George Everest, antecesor de Waugh en el cargo, aunque su nombre tibetano es Chomolungma, la Diosa Madre del Mundo o, “la montaña tan alta que ningún pájaro vuela sobre ella”.
En realidad, ¿por qué escalar el Everest?
Georges Leight Mallory, líder de tres expediciones británicas que en 1921, 22 y 24, trataron de escalar el Everest por su vertiente norte, contestó a esta interrogante de la siguiente manera: “Si alguien me preguntara cual es la utilidad de escalar el pico más alto del mundo debería decirles que ninguna. No se persigue ningún fin científico, simplemente la gratificación de un impulso, el deseo indómito de descubrir lo inexplorado que late en el corazón del hombre. Conquistados los dos polos, la poderosa cumbre del Everest permanece ante los ojos del explorador como la única gran conquista posible”.
Había sido otro británico, Alfred Mummery el que en 1895 iniciase esa “rara afición” por escalar las catorce montañas más altas de la Tierra. El Himalaya, “la morada de las nieves perpetuas”, siempre había ejercido una poderosa capacidad de atracción sobre los occidentales. El haberse mantenido fuera de su alcance y el halo de misterio y leyendas que envuelve esas montañas inmaculadas cuyas cumbres se enredan en las nubes contribuyó a crear esa fascinación que, en buena medida, ha llegado a nuestros días. Alfred Mummery fue la primera víctima de esta pasión incontenible. El considerado padre del alpinismo moderno eligió una montaña imponente, el Nanga Parbat, que con sus 8125 metros cierra la colosal cadena del Himalaya por su extremo occidental. Por entonces Mummery ya había realizado grandes escaladas en los Alpes, como la del Cervino por su arista Zmutt, una formidable escalada todavía ahora mismo.
Pero la escalada del Nanga Parbat es muy superior, en realidad es otra cosa. Una montaña más alta, más difícil, de unas dimensiones gigantescas. El Nanga no tiene comparación posible con ninguna de las montañas alpinas. Su descomunal presencia y el despliegue de sus imponentes masas glaciares debieron impresionar al británico. Pero Mummery también era un alpinista diferente. En una frase, que ha pasado a los anales como la mejor definición de su vida y de su filosofía alpina, resumió lo que para él era el alpinismo moderno: “Cuando todo indica que por un lugar no se puede pasar, es necesario pasar. Se trata precisamente de eso”. Respondiendo a su espíritu inquieto se dirigió al Himalaya, por entonces sin explorar o muy mal conocido y con solo dos gurkhas como acompañantes, realizaría un intenso reconocimiento de las diferentes vertientes de la montaña y además se atrevió a intentar una escalada tan formidable. Aunque no se sabe con exactitud, al parecer casi alcanzó los siete mil metros antes de retirarse en la vertiente oeste, la de Diamir, un formidable bastión de cuatro mil metros de desnivel. Posteriormente, al intentar cruzar el collado de los Ganalo, posiblemente un alud acabó con los tres alpinistas, que desaparecieron entre sus hielos.
Tendrían que pasar treinta y cinco años para que otros compatriotas siguiesen su ejemplo y, desgraciadamente, compartiesen su destino. George Mallory y su joven compañero Andrew Irvine desaparecieron el 8 de junio de 1924 mientras trataban de alcanzar la cima del Everest. Hasta el momento no hay pruebas, ni a favor ni en contra, de si lo lograron, convirtiéndose en el misterio más sugestivo que rodea a la montaña más alta del planeta. Y, probablemente, nunca lo sabremos. Pero ninguna otra epopeya en el Himalaya ilustra mejor la fascinación que aquella gran aventura de Mallory y sus compañeros en el Everest. Desde aquellos años hasta 2013 unas 250 personas han muerto o desaparecido en la montaña. Pero ninguna de esas desapariciones ha concitado tanto interés como la de aquellos dos británicos. Por ello cuando decidimos escalar la cara norte del Everest en la primavera del año 2000, los objetivos fundamentales que nos planteamos fue ascender de una manera limpia, es decir sin utilizar botellas de oxígeno y, al mismo tiempo, reconstruir de forma rigurosa esta apasionante historia, envuelta en el misterio, en la montaña más alta de la Tierra.
Para ello llevaríamos al campo base más de mil kilos de material con ropas, material técnico, tiendas, y atrezzo que nos permitirían filmar y seguir las huellas fielmente de aquellos alpinistas británicos (Óscar Cadiach encarnaría a George Mallory y Alberto Zerais, Andrew Irvine). Me atraía el reto de reconstruir aquella aventura, ahondar en la compleja personalidad de aquel grupo de hombres adelantados a su tiempo, y muy en particular de George Mallory, uno de los últimos grandes aventureros románticos del siglo XX. Entre las múltiples cualidades que podemos rescatar de estas expediciones de pioneros al Himalaya se encuentran la tenacidad por perseguir un reto imposible, la nobleza y el juego limpio, ese “fair play” que inventaron los británicos, que aún hoy siguen definiendo el verdadero espíritu deportivo. Viendo las colas de turistas en el Everest seguramente Mallory tampoco elegiría hoy ser alpinista, de la misma forma que me dijo Walter Bonatti en su última entrevista. El conocido alpinista italiano, el mejor de su generación y una referencia indudable para los alpinistas actuales, afirmó que “hoy no sería alpinista”. Se declaró contrario a ciertos avances técnicos que “han acabado con lo imposible”. Y luego de forma categórica me explicó: “Si esto les viene bien a los jóvenes actuales, allá ellos. Es a ellos a los que les tiene que ir bien. Pero a mi no me va bien. Los escaladores actuales no han conocido la dimensión del alpinismo clásico. Yo soy un hombre de otros tiempos. Y me voy a quedar en mis tiempos”.
Esos tiempos de pureza, honestidad y fortaleza, frente a la naturaleza más grandiosa, casi con las manos desnudas, lo representan estos hombres que se atrevieron, antes que nadie a llegar a uno de los límites del planeta. Fueron ellos los que se inventaron el Everest como “tercer polo” -como bien sugería Mallory en su contestación- para intentar resarcirse del fracaso de Scott en el Polo sur. Aquel Everest, salvaje, legendario, misterioso, intimidador y atrayente, simbolizaba la aventura perfecta, el mejor objetivo posible para aquellos aventureros. Como otros muchos exploradores que, a finales del siglo XIX y principios del XX, se adentraron en el interior de África, en los desiertos de Asia Central o en las montañas del Himalaya y el Karakorum, estos personajes parecen extraídos de una novela de Kipling. Eran poetas, soldados, escritores, médicos, espías al servicio de Su Majestad Británica. La montaña era para ellos sólo una faceta más en el camino de aplacar sus inagotables ansias de acción y conocimiento. Aquellas fotografías, que nosotros reprodujimos fielmente, nos hacen sonreír, al verlos con sus chalecos de lana y chaquetas de franela, sus botas de clavos, con bufandas y gabardinas Burberry, fumando en pipa –porque sostenían la extravagante teoría de que el tabaco favorecía la aclimatación- o comiendo codornices estofadas y champán francés en el campo base, a unos 5200 metros de altitud. Pertenecían a una especie de humanos ya extinguida, irrepetibles. Pero nadie como ellos se merecieron llegar a la cumbre más alta del planeta. Sin embargo nunca sabremos si lo consiguieron…
El drama comenzó a representarse en los albores del día 8 de junio de 1924. Ese año era el tercer intento de los británicos. Se respiraba el aroma de lo definitivo. Un audaz intento del coronel Norton y el cirujano Somervell, les llevaría a alcanzar los 8570 metros ¡sin utilizar botellas de oxígeno! Un record que se mantendría vigente hasta 1978, cuando el italiano Reinhold Messner y el austriaco Peter Habeler realizasen la primera ascensión al Everest sin oxígeno. Aunque la cumbre estaba tentadoramente cercana tuvieron que desistir y vivieron un descenso al límite de sus posibilidades. Quizás sobrevivieron por la ayuda de los sherpas. Cuando llegaron al collado Norte, en condiciones lamentables, ya estaban preparados para relevarles Irvine y Mallory. Era el último intento que les quedaba a los británicos. Como escribió Mallory a su mujer, Ruth, “la suerte está echada. De nuevo y por última vez avanzamos por el glaciar de Rongbuk en pos de la victoria o de la derrota final”. Ese ocho de junio fueron vistos por su compañero Odell a las doce cincuenta de la mañana. Según su testimonio estaban a 8600 metros de altitud y “avanzado resueltamente hacia la cumbre”
Aquella vez fue la última que se les vio con vida.
Sobre ellos germinó el más grande misterio en la historia del alpinismo. Todos sus compañeros y muchos que les conocieron siempre defendieron que seguramente habrían llegado a la cima porque “Mallory era Mallory”. Sin embargo con el tiempo se avivaría un proceso especulativo, no exento de polémica, en el que apenas se les concedía a los dos alpinistas desaparecido alguna posibilidad de éxito. Sin embargo el 1 de mayo de 1999 fue descubierto el cuerpo de George Mallory a 8230 metros. Presentaba claras evidencias de haber muerto por las heridas producidas al caerse. No llevaba ni las botellas de oxígeno (lo que indica que ya estaban de bajada, con o sin la cumbre) ni la cámara de fotos en la que se pensaba podrían encontrarse las pruebas de su ascensión. Entre sus pertenencias tampoco se halló la fotografía de Ruth que siempre llevaba consigo y a la que había prometido que la dejaría en la cumbre. ¿Llegó a cumplir su promesa…?
En cualquier caso, independientemente de si alcanzaron o no la cima del Everest, el ejemplo de estas expediciones ha llegado vivo a nuestros días. La persecución de un ideal inalcanzable, al límite de nuestras fuerzas, la vigencia de una ética que sitúa en primer lugar las reglas del juego limpio, contrasta con el funcionamiento de las expediciones comerciales, el abuso de las botellas, la contaminación de espacios virginales, la ambición desmedida, la insolidaridad y el desprecio por la vida de los semejantes. La montaña más alta y noble frente a un circo temático de ambiciones innobles. y, a la vez, por la pasión de llegar a los extremos del planeta que aún quedaban por conquistar. Representan la unión de la Ciencia y la Poesía, el conocimiento de los científicos, que les guía desde la cabeza, y el impulso de un corazón invencible que, según quedó escrito, les animaba a «luchar, buscar, encontrar y no rendirse jamás» No es pues extraño que cuando, hace ahora justo 60 años, E. Hillary y T. Norgay llegaron, con total seguridad, a esa cumbre, uno de los compañeros de Mallory calificase este hecho diciendo: «eso sólo es deporte». Simbolizaba el gran cambio que ya se había producido en el alpinismo en esos 30 años, cuando ya no había Ciencia y Poesía en la mochila de los alpinistas, sustituidas por materiales nuevos y un espíritu más deportivo.
Fue entonces cuando otro ilustre alpinista británico, Eric Shipton, (uno de los primeros partidarios de las expediciones ligeras) señalase que «una vez conquistada la cumbre del Everest, ahora puede comenzar de verdad el alpinismo». Y, en efecto, desde entonces se produce una auténtica revolución. Comienzan a abrirse nuevas rutas por todas las vertientes del Everest, incluso las más inaccesibles. La escalada de 1975 de la sudoeste del Everest significó el premio a la persistencia británica durante cincuenta años seguidos en la montaña más alta del mundo. Las dos últimas realizaciones, que marcan la historia en la montaña, y son auténticos hitos históricos en la historia de la aventura humana en la Tierra, fueron la escalada del Everest sin utilizar botellas de oxígeno y su escalada en solitario y sin botellas en pleno periodo monzónico por Reinhold Messner. Era el culmen del alpinismo: hacer más con el mínimo de tecnología. Parecía la más sólida base sobre la que seguir avanzando. Sin embargo lo que vino después, sobre todo en la cima más alta de la Tierra asediada por las expediciones comerciales, sería injusto y hasta insultante calificarlo como alpinismo. Baste un ejemplo: esta temporada un cliente fue llevado en helicóptero hasta el Campo 2 de la cara sur del Everest, evitándole la parte de la ruta más peligrosa. Desde allí, ha subido con oxígeno y acompañado por sherpas a la cima. De regreso al Campo 2, la aeronave lo ha recogido para llevarlo a Khatmandú, donde a buen seguro habrá corrido a presumir de sus fotos de cumbre en algún bar. Pero sólo él y quizá sus amigos se pueden llevar a engaño: la cumbre que él ha pisado no tiene ni remotamente nada que ver con la que soñara George Mallory.
Poco más que añadir. O quizás si, porque algunos de los lectores de este blog se pregunten que pasó a partir de entonces en la vida de Yuichiro Miura…
Aunque, a pesar de bajar esquiando de forma suicida desde el collado sur, (se puede ver su película por Internet) en 1970 no subió a la cima, Miura siguió siendo un apasionado del esquí y la montaña. Un alpinista célebre y respetado en Japón. Estuvo en muchas montañas del mundo, pero no se le olvidó el Everest, al que volvió en 2003 ¡con casi 71 años!, alcanzando la cumbre que se le había negado 33 años antes. Al parecer entró en el libro de los récords como el alpinista de más edad en conseguir la cima del Everest, aunque otras fuentes dicen que sólo fue el segundo más veterano. Pero perseveró en su empeño y con 75 años volvió a subir otra vez para volver a quedarse el segundo…
Pero quien haya visto las espectaculares imágenes de Miura descendiendo del Everest a toda velocidad puede estar seguro de que este hombre no se rinde fácilmente. Y ha vuelto esta temporada al circo del Everest para con 80 años convertirse en la persona de más edad en ascender “su” montaña. Este valiente japonés, que hacer honor a su apellido, no se acobarda fácilmente.
Ha subido Miura este año con el apoyo de una exp. comercial ?
En efecto Nacho.
Saludos
Sebas
Quería decirte una cosa después de leer este precioso homenaje que tu también le has hecho al verdadero Everest: APASIONANTE.
Sabes una cosa Sebastián, yo soy una persona que sufre de vértigo, que lo ha pasado verdaderamente mal subiendo el Pico Almanzor, que una vez estuve en Alaska (porque quería ver un lugar virgen y salvaje, si todavía lo es -allí pude ver el McKenley durante un instante, pues ya sabes que es muy difícil verlo), y que de verdad que algún día, sueña con poder poner los pies en el Himalaya y en el Karakorum. Y no quisiera entonces tener la impresión de estar participando de ese circo mediático en el que ha podido convertirse, tan solo quiero verlo, sentirlo. Imaginar a todos esos hombres tan legendarios que escribieron esas leyendas, e impregnaron de aventuras románticas la vida de otros muchos. Como yo. Gracias a todos ellos y a ti.
Ah! también quería preguntarte a quien de todos ellos consideras como «el mejor» escalador de todos los tiempos. Por como entendió la montaña, por como vivió su pasión por ella, por como nos la mostró a todos los demás….
Un fuerte abrazo Sebastián.
Hola José Antonio, perdona el retraso en contestarte pero el follón del rescate en el Dhaulagiri me ha tenido ausente de estos menesteres.
Y te contesto: Si te es posible no dejes de ir a ver al menos una vez el Himalaya o el Karakorum. Y seguro que recordarás a todos esos exploradoers románticos.
El mejor escalador de todos lso tiempos, es difícil porque no puedes comparar esos diferentes tiempos, digamos que Whymper hasta la escalada del Cervino, luego Mummery hasta el comienzo del Himalayismo, luego ya comienza a haber muchos hasta la segunda guerra mundial, quizás me quedaría con Mallory y Welzembach. Desde la segunda guerra mundial Eric Shipton, Don Whillans, Terray, Bonington, y sobre todo, el más grande Reinhold Messner. Pero yo me quedaría si tuviera que elegir sólo a uno a Walter Bonatti.
Saludos
Sebas
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Muchísimas gracias por tus palabras. En verdad, algún día iré. Cumpliré ese sueño antes de dejar este mundo. Es uno de mis sueños más queridos Sebastián, y sabes, me gustaría poder estar algunos momentos en soledad con las montañas. Escuchando sus sonidos mientras miro sus paisajes. Ya pude hacer algo parecido en los «mares» de hielo en Alaska. De verdad que en aquella ocasión me costó marcharme de allí. Fueron apenas unos minutos, pero que recordaré mientras viva.
Un saludo, con toda mi gratitud.
Jose.
Sr. Álvaro:
Muchas gracias por el artículo y sus acertadas reflexiones. Creo, sin embargo, que se deja usted injustamente en el tintero a Hans Kammerlander. Subir sin botellas de oxigeno y sin etapas por la cara norte, en solo 16 horas y, acto seguido, calzarse los esquis y bajar de una tacada esquiando hasta el campamento base, creo que es algo bien digno de mención. Está al menos a la altura de la hazana de Miura. Su tiempo record de ascensión todavia no ha sido batido.
El Bueno de Hansi, bien merece un capítulo en esta historia.
Saludos desde el Zillertal.