Ordenes de equipo… en los ochomiles.

Leo a los expertos que la radio va a ser la gran protagonista del próximo gran premio de Fórmula 1, donde se va a decidir el próximo campeón mundial. Se cruzan apuestas sobre si se oirán órdenes para que Webber gane el campeonato o si enmudecerá aunque Vettel vaya primero, dándole así el título a Alonso. Algunos opinan que pase lo que pase, Red Bull ya ha ganado porque se habla más de la marca y su filosofía -de eso va la Fórmula 1, como bien sabe el dueño de Red Bull o Emilio Botín- que de la carrera en sí o de los pilotos. Esta lucha entre la aspiración del deportista y el interés de la marca que lo patrocina es algo que también ha tenido un papel importante en otra carrera, más lenta pero aún más arriesgada: la de la conquista de los ochomiles.

En este caso la marca era nada menos que el honor de un país. A mediados del pasado siglo grandes potencias como Francia, EE.UU., Italia, Gran Bretaña o Alemania se lanzaron a una carrera por alcanzar las cimas más altas de la Tierra. El Himalaya se convirtió en un peculiar “circuito” donde los mejores alpinistas se jugaban la vida para llegar a esos límites del mundo en nombre de los países que les patrocinaban. Las expediciones se organizaban como auténticas operaciones cuasi militares donde sus líderes emulaban a oficiales al mando para los que sus “tropas” eran menos importantes que el triunfo final. Antes y ahora se hablaba más del valor de la disciplina en la lucha y en la conquista que de la alegría de vencer y el talento del deportista.

Como puede verse son discusiones que vienen de antiguo y que de en cuando en cuando vuelven a renacer, disfrazadas ahora del diferente juego de las selecciones de fútbol o sobre el trabajo de entrenadores tan diferentes como Guardiola o Mouriño. Un ejemplo de esta forma de actuar la encarnó el profesor Ardito Desio en el K2, en 1954, cuyas órdenes pasadas por una pesada máquina de escribir en el campo base eran enviadas a los diferentes campamentos para que todos supieran que debían hacer y, de paso, a que atenerse.

Pero sin duda el mejor ejemplo de este duro periodo de posguerra, heredero de la gran crisis vivida por millones de personas, fue la expedición alemana al Nanga Parbat cuyo líder, el doctor Karl Herrligkoffer dirigía con mano de hierro una gran infraestructura de hombres, medios y material para lograr la primera ascensión de esta legendaria montaña que ostentaba el dramático récord de haberse cobrado más víctimas que ningún otro de los ochomiles. Quiso el azar que fuera un hombre excepcional, el austriaco Hermann Buhl, el que plantara cara a su jefe de expedición y a esta forma de escalar que había quitado la creatividad a los alpinistas y los había reducido a meros comparsas de los intereses de sus jefes.

En el ataque a la cima, ya con el monzón golpeando las cimas del Himalaya, Herrligkoffer dio la orden por radio a todos sus hombres de retirarse. Hubo un momento de tensión con Hermann Buhl, un magnífico y solitario alpinista, que decidió hacer caso omiso de esas órdenes y se lanzó a por la cima del Nanga en solitario. Fue una escalada de gigantes, en la que el austriaco se jugó la vida a cara o cruz. Fue el primer hombre que pasó la noche al raso a más de ocho mil metros y regresó con vida. Tuvo alucinaciones, en las que vio con claridad como antiguos alpinistas desaparecidos en esa misma montaña le acompañaban y le animaban a seguir caminando. Cuando regresó al campamento sus amigos le hicieron una foto. Parecía un anciano que regresaba de otro mundo. Pero había vencido al Nanga Parbat desobedeciendo las órdenes de su jefe. Para siempre sería “Buhl el del Nanga Parbat”, uno de los más grandes.

Ojala podamos decir lo mismo dentro de unos días de Fernando Alonso.

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