¡Qué viva La Habana!, una ruta por la Cuba redescubierta





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Imagen de La Habana. / EFE

Parece que todos se han propuesto redescubrirla. Chanel desfila aquí, los Rolling han dado un concierto y ha aterrizado Obama, cosa inédita. Pero TELVA llegó a  La Habana antes que ellos para relatar un mundo antiguo que desaparece y uno nuevo que bulle a ritmo de salsa, arte y surrealismo.





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La Guarida, restaurante de paso obligatorio en La Habana.

Ciudad detenida en el tiempo, suele decirse cuando se habla de La Habana, cosa que no es cierta. Un habanero te dirá que su ciudad está «en retroceso» o, con su inevitable ironía, que «la llevamos con deterioro». Los edificios se mantienen en «verticalidad milagrosa». La calle anda bullanguera, los parques están llenos, en cada esquina suena un son diurno (como el de Lezama Lima). Hay vendedores de frutas y viandas con su carrito pregonando la mercancía: cebollas y ajos, guayaba, coco bien frío… En los semáforos te venden pequeños cucuruchos con maní. «No conozco calle más viviente -en el exacto sentido de la palabra- que la calle habanera», escribió Alejo Carpentier. Hay gente que ríe y vocea en La Rampa (la calle 23 que cruza el barrio de El Vedado), el tramo más animado de la ciudad, la milla de oro, una zona donde hay acceso a wifi público -aunque pocos pueden pagarlo- y algunos conectan con sus familiares y amigos de Miami y más allá: «¿Cómo tú estás, mi amol?«.

Los habaneros son ruidosos, son «hablaneros», decía Cabrera Infante. Los hay que pasan el día «cubaneando», yendo de un lado para otro sin aparente rumbo fijo, al encuentro azaroso de lo que surja. Se piropean con descaro tropical, todo va en un juego de palabras y gestos que a los de afuera se nos escapa. La vida rueda en una cadena de metáforas. Otros simplemente están sentados en el umbral de su casa, mirando a la gente pasar, como ya sólo se ve en algunos pueblos. Si les saludas, te responderán con una cortesía antigua, te dirán que sus abuelos eran gallegos o asturianos y te invitarán a conocer su ruinosa casa con zumbona naturalidad.

El tráfico es un caos egipcio. Los Cadillac, Chevrolet y Pontiac de los años 40 y 50, colores niquelados y eléctricos, a los que llaman almendrones, se bambolean entre los Moskvitch (un antiguo modelo ruso) y los Polski (un Fiat que se fabricó en Polonia en los 80). Un coche nuevo de gama media cuesta en Cuba unos 250.000 euros. El sueldo medio mensual del cubano no llega a treinta CUC (peso cubano convertible, que equivale más o menos a un euro). Un médico o un profesor de universidad ganan unos 55 euros al mes. Hace poco el presidente Raúl Castro admitió que el salario medio estatal es insuficiente para sobrevivir. Hay un chiste viejo que dice: «El Estado hace como que nos paga y nosotros hacemos como que trabajamos». La mayoría de los cubanos depende de la llamada «libreta», la cartilla de racionamiento, que se supone les proporciona los alimentos básicos pero les obliga a resolver gran parte de sus necesidades mediante el trueque, el mercado subterráneo o las divisas de familiares y turistas. Les verás haciendo cola con sus libretas en algunos establecimientos que llaman bodegas. «Aquí las cosas se resuelven por rebeldía, por hambre o por impaciencia», dicen. Asimila bien este verbo: resolver. Lo oirás a cualquier hora. Todo es un sí es no es pudiera ser. No hay un camino directo hacia nada. Cualquier cosa se «resuelve». ¿Cómo salen adelante? «El cubano siempre inventa algo», dicen.





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La verticalidad milagrosa define los edificios en ruinas de La Habana.

Hoy, por ejemplo, no hay botellas de agua en las tiendas. Ni tarjetas para llamar por teléfono. En la famosa heladería Coppelia (en el centro de El Vedado, el barrio de las casas señoriales de los años 40) hay dos colas, una para nacionales y otra para extranjeros. Aquí se rodó una conocida escena de la película Fresa y Chocolate. Parece que el propio Fidel se encargó de poner en marcha este lugar típico, en 1966, con el objetivo de producir más sabores de helado que los estadounidenses. En su mejor época podías elegir entre 27 sabores. Algunos dicen que la tabla de gustos de Coppelia es el mejor indicativo económico del país. Actualmente tienen cuatro ó cinco. En los años 90, durante el llamado «período especial», cuando cayó la Unión Soviética, había uno o ninguno.

Los cubanos al helado le llaman «nieve». El dudoso pollo que dan con la libreta es un «pollo con suerte». Los huevos son «salvavidas». A un arroz malo le llaman «microjet» en alusión a un plan que hizo Fidel para aumentar la producción del cereal mediante el riego por goteo. A la olla a presión le llaman «la que nos dio Fidel» porque el Estado les entregó una a cada familia en un plan de ahorro energético. Los iconos revolucionarios y las consignas son omnipresentes. «Patria o Muerte, ¡Venceremos!». Cuenta el periodista argentino Martín Caparrós en un reportaje de 1997: «En el escudo de La Habana, que data de 1665, hay un lema que parece un chiste: Siempre Fidelísima Ciudad».

Una vía principal está cortada por un tremendo socavón, no hay ni valla ni señal que lo indique. Encontrar el letrero con el nombre de una calle es tarea de las doce pruebas de Astérix. Hace unos meses se acabó la cerveza Bucanero, de producción nacional (elige entre ésta o la Cristal, más suave). Dicen que los «yuma» (los turistas norteamericanos) se la bebieron toda. Una lata cuesta 1 CUC. Como el Estado no permite diversificar la producción, la respuesta ante la demanda de cerveza fue pedir a la gente que dejase de beber. «Esta película está al revés», dicen. Otra pincelada con cerveza: más o menos cuando Obama anunció el deshielo, a finales de 2014, Cuba importó la cerveza Presidente, de la República Dominicana. El habanero llegaba al bar y pedía: «Una Obama bien fría».

Día 1: Un café con Padura en Mantilla

A La Habana se llega de noche. Pocas luces alumbran el descenso del avión. La isla es un caimán oscuro. Yohan nos espera en el aeropuerto en su almendrón, un Chevrolet Bel Air de 1955. Será nuestro chofer -a turnos con su padre- estos días. Yohan tiene cuarenta años y es Ingeniero de Telecomunicaciones. Él y su padre han ido reponiendo las piezas del carro. El motor original lo cambiaron por el de un Hyundai. «Cualquier cubano sabe de mecánica», dice. Por supuesto el coche no tiene ni cinturón de seguridad, ni airbag, ni aire acondicionado. Es como trasladarte a American Graffiti pero escuchando salsa en vez de rock.





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Biblioteca de René Vallejo en la parte baja del edificio.

Cientos de turistas buscan un Panataxi que les conduzca a su hotel. Antes los taxistas se peleaban por los clientes, ahora es al revés. En el último año, la invasión turística es impresionante. Es difícil encontrar hotel y hay problemas de abastecimiento. Los norteamericanos están deseando viajar a Cuba libremente (muchos son cubano-estadounidenses que visitan a sus familiares). De momento sólo pueden hacerlo con fines académicos, artísticos o deportivos, pero quien hizo la ley hizo la trampa. Varias compañías aéreas norteamericanas ya tienen luz verde para volar a Cuba y se prevén decenas de vuelos diarios antes de final de año. En poco más de media hora vas de Miami a La Habana. Los europeos -verás mayoría de tercera edad en parejas y en grupos- tienen prisa por conocer la capital del último país comunista del mundo antes de que la invadan los estadounidenses. Quedamos con Yohan para que nos recoja por la mañana y nos lleve a casa de Leonardo Padura, el último Premio Princesa de Asturias de las Letras, que vive en Mantilla, su barrio de siempre.

Aquí todo el mundo ha leído a Padura. Quien más, quien menos, está enganchado a su serie de novela negra protagonizada por el detective Mario Conde, ese que tanto le debe a Raymond Chandler o a Vázquez Montalbán según el propio escritor reconoce. Para Padura, su personaje es «mi propia manera de reflejar la realidad cubana, un posible resumen del estado físico, mental, social y económico de mi generación, contado con ironía y con mucha nostalgia». Por ahora, el culmen de su literatura es El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009), una novela sobre la vida de Ramón Mercader -cuya madre era cubana-, el asesino de Trotsky.





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Los cuentatropistas están transformando la ciudad.

Padura nos recibe en su casa silenciosa y verde. Mientras prepara el café, sólo se oyen los ladridos de los perros y un martilleo de reggaeton en una casa vecina. El tatarabuelo de Padura ya vivía aquí. «Este barrio, en la periferia de la ciudad, estaba en el Camino Real del siglo XVI que cruzaba la isla de norte a sur». La Habana fue durante siglos uno de los puertos más importantes de América. Su enclave geográfico es único. «Mis abuelos, mi padre y sus diez hermanos formaban parte de una pequeña burguesía que desapareció cuando una gran ola de intervenciones estatales, en 1968, eliminó los comercios familiares. Vivían en una casa junto a la parada del ómnibus. Sentarse en el porche de esa casa un sábado por la tarde era participar en la vida social del barrio. Tú pasabas por allí y si le caías bien a mi abuela, cosa que era difícil, ella te hacía café», recuerda.

No se reconoce La Habana hoy, según Padura. Es de los que piensan que la ciudad se ha ido deconstruyendo. «En los años 50, cuando yo nací, La Habana te deslumbraba. Íbamos al centro en un ómnibus que pasaba cada cinco minutos. Si se retrasaba, decíamos: la guagua está de bala. Pasear por las calles Reina, Galiano, Belascoaín…, era una profusión de tiendas y majestuosos soportales. Aquel brillo fue desapareciendo». Muchas de estas calles tienen ahora otro nombre oficial (por ejemplo, Belascoaín es Padre Varela; Reina es Simón Bolívar; Calzada es Máximo Gómez), pero los habaneros suelen conservar su nomenclatura tradicional. «La Habana no sólo ha envejecido sino que además ha regresado en el tiempo. El cubano lo sabe y no se siente orgulloso de esta decadencia, aunque a ti te sonrían y te inviten a entrar en su casa. Ahora que parece que somos el centro de interés de turistas e inversores de todo el mundo, estoy muy preocupado por el conflicto que vendrá entre el necesario desarrollo de la ciudad y su preservación. Nuestro patrimonio se ha salvado por el abandono, pero no puede mantenerse en el abandono. Cuba es un país económicamente ineficiente por la torpeza y la ceguera de quienes lo han dirigido, y esto ha ido dando pie a pretextos para no mejorar las cosas. Como se creó una sociedad en la que supuestamente todo era de todos pero nada era de nadie, pues nadie cuidaba nada. Se extendió esa filosofía de lo que te den, cógelo. Yo creo que esta nueva relación con Estados Unidos terminará inevitablemente con el levantamiento casi total del embargo y entonces veremos qué pasa. El guión de nuestra historia siempre incluye el suspense».





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La Habana es un hervidero creativo.

Al hilo de la conversación me entero de que Padura es muy amigo del actor Jorge Perugorría, al que todos conocen en la ciudad como Pichi. Pichi acaba de rodar una serie sobre las novelas negras de Padura, coproducida por la española Tornasol, donde interpreta al detective Mario Conde. Padura me ofrece llamarle desde su casa y me tiende el teléfono. Pichi está en su galería de arte -él mismo pinta óleos-, en la calle San Isidro 214 (Habana Vieja) y podemos pasar a verle. Pero cuando llegamos, Pichi ya se ha ido y le ha dejado el recado a su asistente de que vayamos a su casa, en Santa Fe, un municipio residencial en la costa, a unos 30 kilómetros al Este de la ciudad. Lo más espectacular de la casa es el pequeño muelle que enlaza su jardín con el mar. Pichi es un elemento muy activo en la vida cultural de la ciudad. Sus cuatro hijos, «mis chamacos», son músicos. El mayor, Antuán (26 años), toca la batería en el grupo pop Nube Roja. «Están pasando cosas muy interesantes en La Habana que quizá recuerdan al Madrid de la Movida en los 80», dice Pichi. «Muchos artistas e intelectuales que se habían ido en los años 90 y después, están regresando. Poco a poco hay más posibilidades de hacer cosas a nivel independiente. Se abren bares, galerías de arte, salas de conciertos, hostales… Con la onda de la salsa están las casas de la música (en Centro Habana y Miramar) donde tocan orquestas populares como la de Manolito Simonet y su Trabuco -«La Habana tiene un no sé qué, La Habana tiene ese encanto, tiene ese swing…», cantan-. Hay bares-restaurante con música en directo y un ambiente increíble, como Saraos, donde toca Kelvis Ochoa; Shangri La; Carbones, donde actúa el cantautor David Torrens… Y para comer buen marisco, Don Cangrejo. Ahora desfila Chanel, se va a rodar la próxima película de Fast Furious… De alguna manera, La Habana está de moda».

Día 2: «Aquí todo puede cambiar al momento»





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La casa de Jossie Alonso, en el señoral barrio de El Vedado.

La Habana es un danzón invertido, una conga irreversible, como esa performance que montaron Los Carpinteros en el Paseo del Prado en la Bienal de La Habana de 2012: decenas de bailarines bailando marcha atrás al ritmo de las tumbadoras por esa misma avenida donde desfilará Chanel. «El cubano y la salsa son la misma cosa», dicen. Los Carpinteros son Marco Castillo y Dagoberto Rodríguez, una de las parejas de artistas más cotizadas a nivel mundial. Exponen en el MOMA de Nueva York -les representa la misma galería que a su amiga Marina Abramovic-, en el Victoria Albert o en la Ivory Press de Madrid, donde viven y tienen su estudio. En La Habana, la ciudad donde se formaron en la Universidad de las Artes (merece la pena visitar este campus de bóvedas y cúpulas de cerámica, algunas de ellas abandonadas) adquirieron hace poco una casa de los años 50 en Nuevo Vedado para convertirla en un centro de arte. La casa perteneció a René Vallejo, que fue médico de Fidel y murió en 1969. En el sótano se conserva una magnífica biblioteca con más de 800 volúmenes de temática de izquierda social. En los años del período especial, muchas familias burguesas abandonaron el país y sus casas. Los Carpinteros, como otros artistas y habaneros, se colaban en esas casas y se llevaban muebles, cuadros, reliquias, que luego restauraban. Eran antropólogos de una clase social ya desaparecida. Su obra Candela, que ocupa una de las salas de la casa, es una instalación en tres dimensiones que representa el fuego. A alguien que es muy comunista le llaman en Cuba «comecandela». Candela es una palabra que usan a menudo. Por ejemplo, cuando las olas saltan por encima del malecón e inundan la carretera, dicen «el mar está en candela».

-¿Y cuánto tiempo tú vas a estar en La Habana?-, me pregunta Susanna, la asistente de Los Carpinteros que nos enseña la casa-estudio.

-Cuatro días, por eso vamos con tanta prisa.

-Ay, pero ya tú sabes que aquí en Cuba todo puede cambiar de un momento a otro…

Nos dirigimos a la casa de Jossie Alonso, una mansión en El Vedado donde hace unos meses Annie Leibovitz fotografió a Rihanna para Vanity Fair USA. Pasamos por la Plaza de la Revolución, un lugar que hay que visitar, donde está el monumento a José Martí, héroe de la independencia y poeta, y los gigantescos relieves del Che Guevara y Camilo Cienfuegos. Hace poco dijo allí el Papa Francisco: «Que Cuba se abra al mundo y el mundo se abra a Cuba».

En los parques y las calles los niños juegan a pelota -así llaman al béisbol-, el deporte nacional. La pelota es parte de la cultura y la espiritualidad del país, pero los mejores jugadores cubanos, en cuanto destacan, se van a las grandes ligas norteamericanas. Padura, gran aficionado, nos hablaba de la gravedad del problema: «Un buen jugador cobra en Cuba unos 40$ al mes. En Estados Unidos puede ganar 40 millones al año». Estos días se celebra la Serie del Caribe, un campeonato muy popular en el que compiten anualmente el mejor equipo de Cuba, Puerto Rico, Venezuela, México y República Dominicana. Todos los habaneros están pendientes de la televisión. Los Tigres de Ciego de Ávila cubanos son eliminados por los Venados de Mazatlán mexicanos. Unos días después, los dos mejores peloteros de Cuba, los hermanos Yulieski y Lourdes, se fugan de su hotel en Santo Domingo camino de Estados Unidos. «Volaron como Matías Pérez», dice Yohan, en referencia a un dicho popular sobre un portugués del siglo pasado que desapareció con su globo aerostático.





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Alicia Alonso, fundadora del Ballet Nacional de Cuba.

La casa de la señora Jossie está invadida por una productora francesa que está grabando un videoclip. Preguntamos por la dueña y nos señalan a una viejita que está sentada en una silla en el vestíbulo, observando el ajetreo a su alrededor. Esta mansión -similar a otras de El Vedado- la mandó construir su suegro en 1929. «Aquí no se ha tocado nada desde hace un siglo, todo es original», dice Jossie. El suegro era vicepresidente de los ferrocarriles de Camagüey, que recorría las principales centrales azucareras de la isla. «El presidente Batista fue peón de mi suegro, para que tú veas lo que es la vida», dice. Jossie tiene 79 años y está viuda desde hace tres. Estuvieron casados 54 años. Vive sola, no tiene hijos. Le gustaría mudarse a una vivienda más pequeña, pero si deja la casa corre el peligro de perderla. Recuerda los bailes con orquesta de su juventud. En el Tropicana conoció a Rita Montaner y a la Sonora Matancera. En el Nacional a Esther Williams y a Carmen Miranda, que «se reía con un deseo tremendo». Le encantaba Tito Gómez, que cantaba con la Orquesta Riverside aquello de «voy por la vereda tropical, la noche plena de quietud con su perfume de humedal». Cuando era niña iba a menudo con su familia los fines de semana a Miami o a Tampa. Subían a un ferry y en tres horas estaban allí. Después le gustaba mucho ir con su marido al hipódromo, que estaba en Marianao. Durante la temporada de invierno estadounidense venían a La Habana los mejores jockeys y caballos del circuito. Luego llegó la Revolución, las fincas se expropiaron y los dueños de los caballos se fueron. Lo que la señora Jossie obtiene con las «donaciones» por el alquiler de la casa como plató, se lo da a los carmelitas de la iglesia donde va a diario. Quedamos en volver a visitarla al día siguiente, sin franceses.

Día 3: En la cama de Rihanna

«¿Rihanna? Menuda cochina. Si llego a saber que la van a fotografiar desnuda en la habitación, aquí no entra», nos cuenta Jossie un día después sobre la sesión de fotos de Leibovitz. «Además, fue una maleducada que ni me saludó. En cambio, la fotógrafa muy maja. No, si la foto de la cama está bonita, pero mira que sacarla con el culo al aire…».





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Vista desde el Malecón hacia el Castillo del Morro.

Muy cerca de la casa de Jossie vive Pamela Ruiz, una neoyorquina de origen peruano, casada con el artista Damián Aquiles. Pamela era producer de fotógrafos como Jurgen Teller o William Eggleston. Vino a a Cuba hace veinte años en busca de localizaciones y se enamoró de Aquiles. Tiempo después, dando un paseo por El Vedado, se encontró con la casa de sus sueños: una mansión de principios del siglo XX donde vivía una mujer sola, Vicenta Borges, que había heredado la vivienda del matrimonio al que servía cuando estos fallecieron. La compraventa de propiedades no estaba permitida en Cuba por entonces, pero sí la permuta. El apartamento en el que vivían Pamela y Aquiles no le gustó a la señora Borges, así que Pamela tuvo que encontrar a alguien con una casa del gusto de la señora Borges que a su vez estuviera interesado en irse a vivir a su apartamento, y de esta manera resolver la carambola para quedarse con la mansión. Lo consiguió, y entonces se enredó en una kafkiana aventura para conseguir materiales de construcción y arreglar la casa. No paró -le llevó ocho años- hasta crear un espacio alucinante, con una estructura decimonónica modernizada que mantiene las baldosas hidraúlicas, las paredes de colores gastados y los muebles originales de los 50 y 60.

Si de verdad quieres enterarte de lo que está pasando a nivel artístico en La Habana, tienes que colarte en una de las fiestas que organiza Pamela -donde curiosamente suele servir paella para cenar-. Por allí han pasado Will Smith o los diseñadores de Proenza Schouler. The New York Times la denominó en un artículo «la Peggy Guggenheim de La Habana».

Pamela me habla de «una pequeña pero creciente clase de artistas, músicos, cineastas y empresarios relativamente acomodados, que son los que más están aprovechando el auge del turismo». Cada vez hay más «cuentapropistas» (trabajadores autónomos) que ponen en marcha un paladar (restaurante), un bar o un hostal en antiguos edificios rehabilitados. Ellos son los que están transformando la ciudad. No puedes irte de La Habana sin pasar por La Guarida -Chanel dará dos fiestas allí-, donde han cenado desde la reina Sofía a Beyoncé, o tomar un mojito en La Divina Pastora, con vistas desde el otro lado de la bahía.

Damián Aquiles conduce a toda velocidad hacia El Cerro, un barrio con un pasado glorioso que alberga algunas joyas del neoclasicismo habanero. Aún se mantienen en pie quintas que fueron de veraneo, con espléndidas columnatas y balaustradas. Este antiguo barrio aristocrático es ahora una zona marginal. «Tengo un amigo cubano que vive en Nueva York. Antes pasaba dos meses al año aquí, pero ahora viene lo justo para ver a la familia y los amigos. ¡Dice que La Habana se está convirtiendo en Yumakistán! (los cubanos llaman yumas a los yanquis)», cuenta Aquiles riéndose. «Este barrio es cubano auténtico, aquí no llegan los yumas». Nos lleva a conocer el estudio-espacio de arte-bar -recuerda que aquí nada es una sola cosa- que está construyendo, al que llama Candy porque ocupa un terreno donde había una fábrica de chocolate y caramelos. Varios obreros trabajan a destajo para inaugurar a mediados de marzo. Quiere que su idea se expanda por el barrio, va a organizar talleres de arte para niños. Ha expuesto en Nueva York y San Francisco. Sus compradores son norteamericanos. La idea es que Candy se convierta en una factoría de arte para La Habana. «Cuba cambia día a día. Antes esto no se podía hacer, pero poco a poco el gobierno permite estas iniciativas. Nadie sabe cómo hacer nada, hay muchos obstáculos, pero yo soy guajiro (de campo) y estoy palante«.

Aquiles lleva una camiseta con una frase impresa: «Actually, Im in Havana», diseño de Idania del Río, una joven ilustradora que abrió hace poco un moderno espacio de arte y diseño gráfico en Habana Vieja, llamado Clandestinas. En su tienda encontrarás prendas como una funda de almohada llamada Remedio para el insomnio, con billetes de cien dólares estampados. ¿Hay diseño de moda en Cuba? «Tenemos una creatividad tremenda pero pocos recursos para desarrorla», dice Karem Pérez Espín, que organizó la primera Semana de la Moda de La Habana en octubre del año pasado en la fantástica mansión rosada de Catalina Lasa (una señora que, por lo visto, deslumbró con su belleza en los salones de la alta sociedad habanera de principios del siglo XX). No existe una industria textil ni se pueden importar prendas o accesorios, así que el cubano viste como puede. El habanero de a pie desconoce que Chanel venga a pasearse por la isla. «Yo creo que vendrán en su cápsula y después se irán tal cual», dice una señora divertida. Se hace tarde, es jueves y Ray Fernández toca en El Diablo Tun Tun. Es el músico de moda en La Habana y su directo está brutal, así que salimos zumbando -o «vamos echándola», que dirían acá-.

Día 4: A todo gas en almendrón





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Elíades Ochoa, uno de los artistas más conocidos de la música tradicional cubana.

Hay un son que dice: «Tres cosas tiene La Habana que causan admiración, son el Morro, La Cabaña y la araña del Tacón». El castillo del Morro y la fortaleza de San Carlos de la Cabaña son, junto con el Capitolio y el castillo de la Real Fuerza -que es la fortaleza más antigua de América, con su Giraldilla, el símbolo de la ciudad-, los iconos de la grandiosidad arquitectónica militar de la ciudad. La araña del Tacón se refiere a las majestuosas lámparas que cuelgan del Gran Teatro de La Habana. Por algo La Habana fue conocida como el París tropical. Este teatro, orgullo de los habaneros y sede del Ballet Nacional de Cuba, se construyó en 1838 en honor a Miguel Tacón, Gobernador General de la isla.

En la primera mitad del siglo XX, cuando se construyen los grandes edificios Art Noveau y Dèco de la ciudad (como la Estación de Ferrocarriles y el Edificio Bacardí) y comienzan a desarrollarse los opulentos barrios de Miramar y Vedado, las numerosas sociedades gallegas de La Habana amplían el Teatro Tacón alrededor de su sala original (hoy Sala García Lorca) a base de colectas. Los asturianos, en competencia local con sus compatriotas, mandan construir enfrente otro imponente teatro (hoy Museo Nacional de Bellas Artes). Hay palacios rococós y pastiches clásicos. «Edificios exóticos en una ciudad que ignoraba que estaba en el trópico», escribió Cabrera Infante. Las corrientes estéticas de los años 40 y 50 dejaron su huella en la ciudad. Están Gropius y Le Corbusier. De alguna forma, La Habana fue también un laboratorio de pruebas del desarrollo urbanístico de las principales ciudades norteamericanas, de ahí su eclecticismo.

Viengsay Valdés (primera bailarina del Ballet Nacional) nos espera en la Sala Alejo Carpentier. Es, con Alicia Alonso, la mítica directora del Ballet, y Carlos Acosta, ahora con compañía propia, la bailarina más querida de la ciudad. Ella protagonizó la última función que se celebró en el Gran Teatro, antes de su cierre para rehabilitarlo en 2013, y la reinauguración, el uno de enero de este año con Giselle. Alicia le enseñó la teatralidad del baile. «Tienes que conseguir que el espectador vuelva a casa volando en una nube», recuerda que le aconsejaba su maestra.

En Cuba, el ballet es una asignatura que se imparte en la escuela. Los bailarines cubanos tienen algo especial y se les reconoce entre los mejores del mundo. «Es la sensualidad, nuestros movimientos más redondeados, la explosividad en los saltos, la musicalidad que nos corre por la sangre…», dice Viengsay. La compañía la creó Alicia Alonso a partir de su propia escuela, tras formarse en Nueva York y bailar como solista en el American Ballet. A sus 95 años, Alicia es una leyenda viva de la danza. «Está muy viejita ya, es imposible verla», nos dicen. Pero insistimos. «Los españoles son duros, al final se salen con la suya», sugieren con sorna. En las salas de ensayo del Ballet Nacional se respiran las lecciones de Alicia: «Disciplina, disciplina y jamás perder el estilo». Cuando por fin nos encontramos con ella, le tomo la mano y le doy un beso. Está ciega -siempre tuvo problemas en un ojo y esto le exigía una milimétrica perfección técnica en el escenario-, y sonriendo me dice: «Tienes las manos frías».





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El béisbol es el deporte más practicado en Cuba.

No llegamos, no llegamos. El almendrón va a todo gas, tenemos cita con Omara Portuondo, la Gran Dama de la canción y el bolero, y ya vamos tarde. La Habana no es el mejor sitio para ir con prisa. Para descubrirla de verdad, tienes que pasar de rutas y curiosear las calles con andar sandunguero.

Hemos quedado con Omara en el Palacio de la Rumba, una sala de fiestas donde no verás turistas, en el corazón de Cayo Hueso. Este barrio de Centro Habana tiene una antiquísima tradición musical. Se llama así porque lo formaron familias que emigraron desde los cayos de Florida a principios del siglo pasado. Aquí sonaba el guaguancó, la rumba de cajón y hasta dicen que se inventó el filin -la canción lenta y romántica de los años 40- en casa de Angelito Díaz. A Omara le han titulado de muchas maneras, pero la que a ella más le gusta es la de Novia del Filin. Tiene 85 años y hace tres días dio un concierto. «Si me paro, esto se acaba», dice. Sigue de gira con Buena Vista Social Club (el 4 de abril actúan en Barcelona, el 6 en Londres, habiendo pasado por Tokio y Beirut). Cualquier cubano, niño o viejo, hará casi un gesto reverencial al oír su nombre. Ella se crió en estas calles. Se apoya en la pared de la lechería donde iba con su madre y le dice al fotógrafo descarada, con los brazos en jarra: «Aquí estoy». Todos la conocen en el barrio y le saludan. Un señor le pregunta: «¿Qué tal está usted?». «Mejor que usted, ¿y usted está bien, le duele algo?», contesta Omara. «Estoy bien, pero me duele…», quiere explicar el caballero. «No, no quiero saber qué le duele…», le corta Omara guasona. De niña se aprendía las canciones que escuchaba a los músicos del parque, al pregonero, al vendedor de bollitos calientes. Había un manisero que decía: «Maní, si te quieres por el pico divertir cómprame un cucuruchito de maíz…», se despide cantándonos.

Guía viajera

¿Cómo llegar?

Iberia ofrece vuelos diarios directos desde Madrid. En iberia.com puedes reservar billete de ida y vuelta a partir de 530 e. Aunque son casi diez horas de vuelo, la comodidad de sus nuevos asientos, sus pantallas individuales y la posibilidad de acceso a wifi hacen el viaje muy llevadero.

Dónde dormir

En el Hotel H10 Panorama, que está en el tranquilo barrio de Miramar (Av. Tercera y Calle 70). Tienen transporte gratuito a La Habana Vieja (15 minutos), una estupenda piscina y vistas al mar.

Dónde comer

La Guarida (Concordia, 418). Todos te hablarán de él, hay que ir.

Divina Pastora (Av. Monumental, La Cabaña). Un mojito con vistas.

El Cocinero (Calle 26). El nuevo básico, con cocina al carbón.

Don Cangrejo (Av. 1ª entre 16 y 18). Buen marisco frente al mar.

Paladar Doña Eutimia (Callejón del Chorro). Cocina tradicional, prueba sus tostones y su ropavieja.

Café Madrigal (Calle 17 entre 2 y 4). Jazz en directo en una antigua mansión.

Para tomar algo y bailar

La Fábrica del Arte (Calle 26 esq. 11). Es el local moderno favorito de los habaneros.

Al Diablo Tun Tun (Calle 20 esq. 35). Música en directo cada día.

Espacios (Calle 10 entre 5ª y 7ª). Uno de los más frecuentados por artistas y músicos de la ciudad.

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