Recuerdos estrafalarios de una mañana en la Pedriza

La Ventana, en la Pedriza. Foto: Sebastián ÁlvaroAhora que el implacable reloj de la ficha no marca mi tiempo, me marcho muchas mañanas a caminar por los senderos de la Pedriza. Aunque ahora es otra cosa, hubo un tiempo en que la Pedriza se convirtió en un refugio. Un refugio adolescente. En realidad, pensándolo bien, es posible que no fuera para tanto, pero de ello hace tanto tiempo que es posible que el recuerdo me esté engañando. En cualquier caso no me importa. Porque es un recuerdo grato, de amigos adolescentes jugando a ser alpinistas de verdad, soñando con imitar a los grandes y fabulando por las noches en torno a una hoguera, como Dios manda, en torno a escaladas imposibles y mujeres de película, no menos imposibles…

Corrían relatos, de boca en boca, de que hasta el mejor escalador del mundo, el gran Walter Bonatti, se había rendido delante del Pájaro, lo que demostraba que nuestras riscos pedriceros eran tan difíciles, sino más, que el Cervino o el mismísimo K2. Claro que, por entonces, ninguno de nosotros habíamos visto, excepto en fotografías, ni la montaña más bella del Karakorum ni la de los Alpes y no podíamos imaginar lo grandes que llegan a ser. Cuando algunos años después pude estar dentro de la pared sudoeste del K2, comprobé en mis carnes la fiera majestuosidad de una montaña que puede llegar a contener en su interior más de veinte veces el formidable volumen del Cervino que, por otro lado, es el símbolo de la inaccesibilidad alpina y mucho mayor que cualquiera de nuestras montañas. Vivíamos sumergidos, como todos los adolescentes, en un mundo donde la imaginación suplía la realidad, muchas veces menos amable, y nuestros conocimientos, por entonces muy escasos.

Creo que, por otra parte, en aquellos tiempos no nos importaba. Eran tiempos muy diferentes a los actuales, tiempos de escasez, de inmigrantes que partían a Europa con sus maletas a buscar lo que no encontraban aquí. Los primeros tecnócratas hablaban del fin de las ideologías, pero en las minas de Asturias y en las aulas de las universidades de Madrid y Barcelona estaban más presentes que nunca. Y nosotros éramos felices saliendo temprano a escalar con unas rudimentarias cletas, estribos, clavijas oxidadas y tacos. Nos colgábamos de trozos de madera podrida, cosida con alambres oxidados. Rapelábamos a la “hispánica”, sinónimo de cojones y temeridad, y regresábamos a la pradera con quemaduras en el cuello, pero satisfechos. Por las tardes nos bañábamos en las charcas del pequeño torrente, cuyas aguas bajaban tan frías que después no he llegado a conocer otras, ni siquiera las del río León, el río Indo. No son datos objetivos, claro está, son sensaciones que han quedado grabadas en mi cabeza, aunque cuando mis compañeros me metieron en el Indo es probable que la excitación de verme arrastrado pos sus aguas activara la adrenalina y la temperatura corporal. Da igual, ese es mi recuerdo ahora.

El Yelmo, en la Pedriza. Foto: Sebastián ÁlvaroLa Pedriza del Manzanares es una sierra apoyada en el macizo, aún más grande, del Guadarrama y de la que está perfectamente delimitada debido a sus características morfológicas y a sus rocas de granito, a la abundancia de sus roquedales que le proporcionan una fisonomía extraordinaria, de formas casi fantasmales. Es difícil no ver, cuando vas caminando, espectros de un pájaro, de una vela, de una maza, de un yelmo y de otras muchas formas caprichosas con las que la naturaleza ha esparcido caprichosamente en este verdadero jardín de piedra. La Maliciosa y la Pedriza, las montañas más visibles desde Madrid, son los dos mayores macizos graníticos de todo el Guadarrama. Sus tonos rosáceos, más acusados al atardecer, contrastan con los azulados del resto de la sierra y  proporcionan a sus agujas, al decir de un pintor de principios del siglo pasado, un parecido con “las llamas de una hoguera inmensa” donde destaca “una forma rotunda”, “la Peña del Yelmo o del Diezmo, como dice también la gente del país”. 

El Embalse de Santillana, visto desde la Pedriza. Foto: Sebastián ÁlvaroDormíamos al amparo de Canto Cochino, una roca con pinta de cerdo pero que a mi se me asemeja más a los toros de Guisando, metidos en un saco de fibra tan fino que por la noche tiritábamos de frío. Pasarían muchos años antes de que pudiera acceder a uno de esos sacos de pluma de Pedro Gómez que revolucionaron nuestras noches y nuestras escaladas. Pasábamos frío pero nos reíamos de nuestra sombra, nos contábamos películas de esas de sesión doble donde actuaban estrellas italianas, rebosantes de curvas y atributos, que habían sido creadas, como bien dedujo Manuel Vázquez Montalbán, para albergar los deseos de los varones, de un país de carencias de posguerra, de cartillas de racionamiento, donde, por contraposición, se soñaba con el hartazgo, con la excesiva abundancia, en este caso de mujeres rotundas y abundantes. Creo que por eso, en aquella época de nuestros padres, apenas triunfaron en nuestras carteleras esas actrices norteamericanas, sofisticadas y elegantes, pero planas.

Del Yelmo a Canto Cochino, en la Pedriza. Foto: Sebastián ÁlvaroLuego me hice adulto de golpe, tuve que trabajar desde los catorce años sin dejar los estudios, algo habitual en la época, me puse a tocar la batería en un conjunto, tuve varias novias, me fui a la mili, llegó el verano de mi vida, y, pocos años después, me inventé un programa de documentales y comencé a realizar expediciones al Himalaya. Siempre había soñado con ir al Himalaya, pero en aquellas noches al raso, de amigos y estrellas en la Pedriza, lo veía tan lejano como ir a la luna. Y de repente me vi escalando en una montaña de más de ocho mil metros. Para entonces, como todos mis amigos de aquellos fuegos de campamento, había cambiado de costumbres, de piso, de amores, de escaladas y de amigos. A algunos no los he vuelto a ver. Pero nunca olvidé la Pedriza. Ni se me hizo más pequeña al volver del K2. Ni siquiera cuando, muchos años después, Walter Bonatti me aseguró con rotundidad que no era verdad que hubiese estado en la Pedriza y, menos aun, que se hubiera negado a escalar en el Pájaro. Fue, simplemente, una invención, una de esas leyendas urbanas que seguro se había inventado algún “pedrizero” redomado. A cambio descubrí que, mucho antes de que yo los disfrutara desde mi ventana, Velázquez ya había dejado impresas en sus lienzos las imágenes del Yelmo y la Maliciosa. El pintor de la luz también había tenido ojos para nuestra sierra, quizás para compensar el aspecto, cada vez más bobo y declinante, de los reyes de la casa de Austria.

El Tolmo, en la Pedriza. Foto: Sebastián ÁlvaroNo podía olvidar porque, entre otras muchas razones, cada vez que regresaba del Karakorum, el desierto de Taklamakán, el Nanga Parbat o la Antártida, a la mañana siguiente desayunaba saboreando con tranquilidad del regreso a casa, de mi familia, con la mirada perdida en el Guadarrama, viendo el Yelmo iluminarse al amanecer desde la ventana de aquel noveno piso -donde fui más feliz que en ningún otro sitio, simplemente porque era más ingenuo y más joven- mientras me brillaban los ojos… ¿Cómo olvidar la Pedriza si la llevas en el corazón…?

Sebas en la Pedriza. Foto: Sebastián ÁlvaroVoy de expedición al Karakorum y cuando me pierdo en la Antártida o en el Gran Mar de Arena, vuelvo a casa transformado. Pero cuando regreso a casa me gusta perder mi mirada en nuestra sierra del Guadarrama, allí donde, como dijo el maestro Francisco Giner de los Ríos, se siente “una profunda emoción interior, casi religiosa”.

Por eso sigo caminando y escalando en la Pedriza. Es como volver a casa…

 

Del Yelmo a Canto Cochino. Foto: Sebastián Álvaro

 

 

 

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