Desde hace varios años, hago un viaje de ocho o diez días junto a un grupo de viejos amigos, viejos no tanto por la edad sino por el tiempo que hace que nos conocemos y las experiencias que hemos compartido. En realidad, casi todos somos compañeros de trabajo -cuando TVE merecía el digno título de pública en la mejor acepción- pero también de aventuras, cuando comprometerse con los ideales democráticos era una opción tan escasa que luego, a ellos y a mi, nos sorprendió la cantidad de “luchadores de toda la vida” que surgieron como setas después de la lluvia.
Pero de eso hace mucho tiempo y esos recuerdos nos dan ahora, con menos pasión y más ironía, para charlas de aperitivo y largas sobremesas. Porque ahora nos unen dos pasiones, que a esta edad nunca son excesivas, la charla cultivada y los viajes.
En las charlas es, fundamental y básico, que alguien discrepe del resto con argumentos inteligentes, lo cual nos da para pasar muchos ratos agradables en los que, además de pasarlo bien, aprendo mucho. La verdad es que antes la actualidad política nos daba para mucho pero en los últimos tiempos nos dedicamos a hablar de otras cosas menos prosaicas y, si se puede, menos aburridas. En los momentos actuales se echa de menos la poesía. Huir de los efectos devastadores de la prima de riesgo, al menos de los psicológicos, no sólo es muy conveniente sino necesario.
Así que huimos.
Si, lo admitimos, de vez en cuando nos largamos de la batalla cotidiana por la puerta trasera (y eso que, como muchas veces me recordaba mi santa madre, todos, en algún tiempo, fuimos “guerreros”), y nos perdemos en algún rinconcito de este hermoso país cargado de historia que se llama España, para disfrutar de esta deslumbrante tierra que nos acoge y de la buena gente que vive en ella. Nunca he conseguido de mis amigos que se adentren en el Karakorum (a veces sólo he cosechado respuestas del tipo “!hala que te vayas¡), pero a cambio todos los años recorremos una porción de nuestra geografía, puesta en valor y perfectamente planificado, por el estratega y organizador del grupo, de cuyo nombre ahora no quiero acordarme.
En esta ocasión decidimos sumergirnos en la en la Edad Media, regresar a la historia de hace muchos siglos, visitando las antiguas construcciones cistercienses de las provincias de Tarragona y Lérida. Ese era básicamente nuestro objetivo, pero tampoco queríamos perdernos la Tarragona romana y el Delta del Ebro.
Empezamos el recorrido del Cister por el monasterio de Poblet, en la comarca de la Conca de Barberá, cuyas venerables piedras guardan los espíritus, aventuras y desventuras de gentes que repoblaron estas tierras cuando hace casi mil años Berenguer IV, conde de Barcelona, donó las tierras de Poblet para el primer asentamiento del Cister en la Corona de Aragón. El monasterio desprende grandeza y recogimiento. Es un conjunto impresionante donde se combinaba la vida religiosa con las tareas agrícolas y ganaderas. Más tarde fue fortaleza, buena parte de las construcciones de este tiempo eran militares-religiosas<!–, y hoy, al menos el día que fuimos a visitarla, se encuentra repleta de turistas, hecho que, la verdad, mitiga esa emoción interior, casi religiosa, que brota de columnas y capiteles.
Tal bullicio contrasta con la tranquilidad del Monasterio de Vallbona de les Monges, monasterio que, desde el siglo XII, ha estado de forma ininterrumpida habitado por monjas del Císter. Situado en un hermoso valle de la comarca de Urgell, en la provincia de Lérida, es un monasterio bellísimo, recoleto, que pudimos ver con tranquilidad, disfrutando de la soledad y al mismo tiempo de las explicaciones de un excelente guía.
En este punto me gustaría recordar la enorme diferencia que existe entre una persona, que transmite al mismo tiempo conocimiento y pasión por el lugar que estas visitando, que el que recita como una letanía unas cuantas frases sacada de una guía barata. En un país que vive del turismo estas pequeñas cosas le hacen al visitante volver, o no, o recomendar el sitio a sus amigos, o no. El trato de la gente de la calle, del tendero, del camarero del restaurante donde vas a comer, esa cordialidad de un pueblo que siempre hemos tenido fama de hospitalario, en esos detalles radica la diferencia.
Recorrer el claustro, mezcla de románico y gótico, la tumba de la reina Violante de Hungría, el magnífico coro o contemplar su espectacular cimborrio, al tiempo que veíamos a las monjas regar las flores, nos transporta a la Edad Media, a la serenidad que ha debido reinar en este sitio, al margen del mundo, durante ocho siglos. No es mal sitio si te quieres olvidar de la crisis económica.