Roma desconocida

Hace mucho tiempo, casi treinta y tantos años atrás, descubrí Roma por primera vez. Eran los tiempos en los que Italia ofrecía un refugio de cultura y democracia cuando en España todo estaba prohibido y para ver el último libro, la última película o el último mitin tenias que salir al extranjero, a eso que entonces llamábamos “la Europa civilizada”, de la que algunos soñábamos formar parte algún día.

 

Cada viaje al extranjero, con el maletero lleno de latas de conserva, un pequeño infiernillo y una tienda de campaña, era una verdadera aventura. Y Roma, durante muchos años, ejerció una fascinación superior a cualquier otra ciudad. Quizás por la cercanía de sus gentes, de su idioma, de su cultura. Primero descubrimos lo grande, lo conocido, aquello que sale en las postales y en todos los reportajes que, como una plaga bíblica, han inundado de tonta banalidad las pantallas de la televisión con cada “españoles, madrileños, catalanes y un largo etcetera, en el mundo”. Pero muy pronto, en los siguientes viajes, decidí buscar aquellos paisajes y sus gentes que pueblan las películas del neorrealismo italiano que, todavía, tanto amo. Así, cada día salía con mi chica de “exploración” y con una mochila al hombro, unos “panini” y la cámara de fotos comenzaba la aventura: la búsqueda de esa Roma escondida y casi desconocida. Fue entonces cuando aprendí a perderme, vagabundeando por las calles ocultas de la Ciudad Eterna, para descubrir y apreciar su verdadera belleza.

 

 

Luego tuve la inmensa fortuna, la mejor que a veces te proporcionan los viajes, de conocer, como dijo Stevenson, a unos amigos honrados. Eran romanos y me los encontré… ¡en la Ruta de la Seda! Ellos y yo muy lejos de nuestros países pero con un montón de pasiones comunes que enseguida descubrimos, entre las que se cuentan las más importantes, la curiosidad, la lectura, la charla y los viajes. Y desde entonces suelo ir a visitarlos una o dos veces al año, mientras ellos vienen a Madrid cada vez que pueden. De esta forma, de su mano, fui descubriendo en cada visita a Roma un nuevo lugar, un rincón perdido o una exposición diferente. Fue una nueva forma de volver a enamorarme de Roma.

 

Gracias a ellos descubrí el Paseo del Gianicolo, el punto más alto de Roma. Aquí Garibaldi y los suyos lucharon contra los franceses, que, una vez más, defendían al Papa y al tiempo a la vieja República Romana. A este  héroe de la moderna Italia se le erigió un monumento y más tarde otro a su amada Anita. De la Plaza Garibaldi el paseo desciende hasta la Fontana dell’Acqua Paola (justo enfrente está la maravillosa Villa Giraud, residencia de la embajada de España y una de las más bellas de Roma). En verano, cuando el aire se hace sofocante, a los romanos les encanta especialmente este sitio por el aire que corre, por el agua fresca de la fuente y por el paisaje de una Roma diferente. Descendiendo por la Vía Garibaldi hacia el Tiber se encuentra el restaurante “L’Antica Pesa”, que, si uno puede permitírselo, no debería dejar de probarlo, como hacía, de vez en cuando, Sandro Pertini, uno de los presidentes más queridos de Italia, famoso por aquellos saltos de la final del mundial de futbol de 1982.

 

Y, por fin, llegamos al Trastévere, un barrio con características propias, casi un microcosmo aparte. Durante mucho tiempo este barrio bullía de vida auténticamente romana. Todas sus virtudes y defectos, todos los vicios de Roma estaban representados allí y sus habitantes se proclamaban con orgullo los únicos romanos de verdad. Hoy el barrio ha cambiado, está repleto de turistas apresurados que suelen asaltar los locales y los bares. No ha perdido su encanto, pero hay que evitar los circuitos turísticos y perderse con tranquilidad por sus callejuelas escondidas. Hay que ir andando en busca de aquel restaurante donde comen los obreros unos auténticos “espagueti” que son la flor de la canela, o la legendaria sede trasteverina del difunto Partido Comunista. Por cierto, no hay que dejar de ver la plaza de San Cosimato.

 

Todas las mañanas la plaza se llena de gente que compra y vende. Es como el rastro, no importa lo que se vende sino el ambiente que se respira. Saliendo del Trastévere se cruza el Tiber pasando por el puente Sisto, para entrar en Via Giulia, un oasis inesperado de paz entre los siempre congestionados Lungotévere dei Tebaldi y Corso Vittorio Emanuele. Fue el Papa Julio II, (el que encargó la capilla Sixtina a Miguel Ángel) junto a Bramante, el que realizó en 1508 la más calle más larga de Roma con un trazado rectilíneo: era una calle nueva para una Roma renovada. Muchas familias patricias de la época se trasladaron allí encargando la construcción de palacios magníficos. El centro de la nueva via, según la idea de Julio II, iba a ser el Palacio del Tribunal cuyas obras comenzó Bramante. Pero la muerte del Papa lo trastocó todo. El edificio se quedó incompleto: aún hoy se ven claramente sólo unas grandes piedras que salen de la base de la pared. Pero los romanos, y quizás esa sea una de las cualidades más específicamente romanas, están acostumbrados a convivir con las vestigios del pasado. Al amparo de muchas ruinas se han colocado hoteles, restaurantes o tabernas. Así, esas piedras, que deberían ser la base del Palacio del Tribunal, se han convertido en los “sofás de vía Giulia”, el asiento adecuado para reposar las posaderas mientras se observa el vaivén de la gente.

 

Otro pequeño rincón mágico que no hay que perderse es la Plaza Mattei, con su fuente de las Tortugas. Se trata de una auténtica joya del Renacimiento tardío. Aquí se tiene la impresión de que el tiempo se ha detenido: el caos, el ruido, los coches están muy lejos. Nos encontramos solos con nuestra emoción en este ambiente romano perfecto. Y saliendo de la judería nos encontramos con uno de los monumentos más característicos de Roma: el Teatro de Marcelo. Fue inaugurado bajo el mandato de Augusto y sería sólo un pequeño teatro más entre los muchos que hay en Roma, si no fuera por el hecho de que, con el paso de los siglos, el antiguo teatro se convirtió primero en fortaleza y más tarde en palacio. En el siglo XVII llegó a albergar inquilinos, que aún hoy habitan el piso superior. Éste es el aspecto más curioso del monumento, lo que desde siempre me ha atraído: todas las capas históricas y sociales están ahí visibles. Y esa es una de las características esenciales de Roma que siempre me han maravillado.

 

 

En Roma las huellas de miles de historia son siempre evidentes, afloran por todas partes y, al mismo tiempo, están indisolublemente unidas entre sí y los romanos las han hecho suyas. De alguna forma son herederos de ese rico mestizaje cultural, que siempre está vivo pero del que nadie alardea, que se lleva con naturalidad.

 

Después de la toma de Roma en 1870, la nueva administración piamontesa realizó a orilla del Tiber los murallones para contener las aguas del río. Eso cambió el paisaje de vía Giulia, los palacios más cercanos al Tiber fueron reducidos a escombros y otros fueron disminuidos de tamaño. Hoy, a pesar de todo, la calle sigue siendo muy elegante, con lo que queda de sus antiguos palacios, sus iglesias y sus tiendas de antigüedades. Volviendo un poco sobre nuestros pasos, desde Via Giulia, debemos coger la via del Mascherone si queremos llegar a la Plaza Farnese. No hay palabras para describir el Palacio Farnese, una de las realizaciones más elevadas y maduras del Renacimiento italiano, una de las representaciones arquitectónicas del pensamiento del siglo XVI, una aventura de la mente que estudia, reflexiona sin prejuicios y aprende, hasta llevar a cabo una realización perfecta.

 

 

Lo mejor es visitar esta plaza al atardecer, cuando las sombras se alargan y el ladrillo amarillo de la fachada del Palacio se enciende con una luz mágica. Actualmente Palazzo Farnese es la sede de la embajada de Francia y el día de la “toma de la Bastilla” se hace una gran fiesta para todo el mundo en la plaza. Las calles enfrente del Palacio conducen a Campo de Fiori. Entre mis recuerdos más queridos se encuentran los paseos con mis amigos romanos en esta plaza que representa, para mí, lo mejor de las esencias romanas. Campo de Fiori es el corazón de Roma, con su mercado, el más colorido de la ciudad, que hasta el mediodía atrae a compradores, turistas y ociosos tomando un buen café “espresso” y cotilleando. Ésta es, quizás, la plaza más laica de Roma: en su centro se encuentra la estatua de Giordano Bruno quemado vivo como hereje en 1600. Bajo su mirada severa la gente se mueve con aparente indiferencia en el escenario de la plaza. Pero hay quien no se olvida de él. Cada aniversario de su muerte una asociación de librepensadores le ofrece una corona de flores. Yo tampoco. Siempre que paseo me paro delante de la estatua, y observo la figura de aquel hombre con su capucha meditabundo, quizás queriendo explicarse la armonía de un mundo que, en su herético pensamiento, le costó la vida. Pero su luz no dejó de brillar y alumbró un nuevo mundo que, poco a poco, terminaría rompiendo con el dogmático mundo eclesiástico. Y luego sonrío al ver la dedicatoria de la placa que tiene grabada en su pedestal: “en el siglo de las luces a Giordano Bruno. Aquí, donde la hoguera ardió”.

 

 

Desde aquí, y a pesar de ser una parada obligatoria para cualquier turista en Roma, resulta imposible no acercarse a la Piazza Navona. Se encuentra a unos pocos metros de Campo de Fiori, al otro lado de una de las calles más largas de Roma, Corso Vittorio Emanuele II, el que fue el primer rey de Italia, tras la reunificación del país en el Siglo XIX. En el mes de diciembre, se llena de puestecitos con adornos navideños, bolas para el árbol de Navidad, artículos de broma o figuritas para el belén, tradición que importó en España el rey Carlos III, tras su paso por Italia. La plaza, con forma de antiguo estadio, está flanqueada por dos fuentes en sus extremos, la de Neptuno en el lado norte, y la del Moro, en el sur, y en el centro, la espectacular Fuente de los Cuatro Ríos de Bernini, coronada con un gran obelisco en el centro. Siempre que paso por ahí me paro a contemplar sus fuentes, a veces con un buen “gelato” italiano y a escuchar algunos de los magníficos músicos callejeros que ponen banda sonora a la plaza.

 

 

Nuestra ruta podría terminar ya aquí, pero faltan dos rincones muy especiales que quiero incluir en mi paseo. Para ello deberíamos seguir el curso del Tiber hasta el Ponte Sublicio. Allí, uno enfrente de otro, se encuentran los dos: el barrio de Testaccio y el mercado de Porta Portese. Desde siempre Testaccio ha sido un barrio obrero que se levanta alrededor de una colina formada por fragmentos de ánforas, restos del intenso comercio de la antigua Roma, que aquí cerca tenía su puerto. Quien acude a este barrio, el “Greenwich Village” de Roma, lo hace sobre todo para escuchar, e incluso tocar, música. En pleno corazón de Testaccio el “Mattatoio”, el antiguo matadero, se ha convertido en un centro de exposición y de todo tipo de actos culturales, durante todo el año pero especialmente en verano. En todo el barrio hay locales, clubes, bares abiertos hasta la madrugada donde los melómanos encontrarán de todo: jazz, folk, música latinoamericana o vanguardista.

 

 

A pesar de toda esa vida nocturna, el barrio no ha perdido su carácter popular y el encanto de lo sencillo. En las tabernas siempre se disfruta de una atmósfera especial: buen vino, buena cocina y buenas canciones acompañarán nuestras cenas (por ejemplo en “Bucatino”, via Luca della Robbia, 84). Cruzando el rio desembocaremos en la plaza de Porta Portese, último lugar de mi paseo. Para vivir una experiencia muy fuerte a la vez que muy atractiva es imprescindible que sea un domingo por la mañana muy temprano. Entonces veremos una extensión inmensa de tenderetes donde se vende de todo. Te mareas con la infinidad de cosas que se ofrece y con la multitud de gente que se aprieta y te empuja para obligarte a moverte. Aquí se puede encontrar cualquier cosa, hasta lo impensable. Yo siempre me acerco a la zona de los libros porque se pueden encontrar libros antiguos, insólitos, a veces raros.

 

Pero, fundamentalmente, lo que hay que hacer es dejarse llevar sin rumbo fijo, perdernos en este desorden desorganizado y admirar esa realidad tan compleja y variada como la propia vida. Con esto terminamos nuestro recorrido. Nuestra vida lentamente vuelve a la normalidad aunque, esto  es lo que espero, en nuestro corazón y en nuestra retina se quedará para siempre la belleza y el encanto que la Roma escondida nos ha mostrado.

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