Sangre en la Pradera de las Hadas

El campo base de la vertiente del Diamir del Nanga Parbat es una hermosa rareza con respecto al resto de campos base de ochomiles, donde el hielo y las rocas son las protagonistas. Tal es así que la llaman “la Pradera de las Hadas”. Se trata de una suave y acogedora pradera donde la vida de los alpinistas resulta un poco más agradable. Recuerdo las tres veces que he estado al pie del Nanga como momentos maravillosos e irrepetibles, al pie de una de las montañas más grandiosas y bellas de la Tierra. Eso era, al menos hasta ahora. Porque ya será imposible no asociarla con la tremenda tragedia que acaba de ocurrir allí. Un grupo armado talibán irrumpió hace unas semanas y en este lugar y dio muerte a once personas. Según un comunicado emitido por los terroristas se trataba de una venganza por un reciente ataque norteamericano con drones que acabó con la vida de uno de sus líderes.

El Nanga Parbat desde el aire en el vuelo de Islamabad a Skardu. Foto: Ana MarcosFui por primera vez al Karakorum en el verano de 1981. Fue un encuentro determinante porque me cambió la vida. Desde entonces ya nada sería igual. Para lo bueno y lo malo este país y sus montañas son excesivos. Desde entonces he regresado en más de treinta ocasiones y he organizado más de cuarenta expediciones, a sus cinco montañas de más de ocho mil metros, pero también a algunas de siete mil, igual o más bellas, como el Chogolisa o el Gasherbrum IV, y también a formidables paredes de roca, como las Torres del Trango. Aún hoy sigo sintiendo la misma fascinación y ese sentimiento de exclusividad y curiosidad que desprenden los niños al llegar a un bosque encantado. Hace unos días he vuelto de nuevo en Pakistán y, a pesar del ambiente enrarecido del último atentado, nada puede con la ilusión de estar allí con mis amigos y mis montañas. Unos y otras jamás me han decepcionado, algo que no siempre podría decir en España.
 
La Zona Cero de Nueva York. Foto: Sebastián ÁlvaroVeinte años después de aquel primer encuentro con Pakistán, el once de septiembre de 2001, el mundo se estremecería al unísono con el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York. Un estremecimiento que era también un despertar: repentino, traumático, inolvidable. Pegados a sus televisores, viviéndolo en directo, millones de espectadores se frotaban los ojos preguntándose si aquello que estaban viendo era un informativo o una película de ciencia ficción. En el intervalo de unos pocos minutos, dos aviones cargados de combustible y pasajeros, pilotados por fanáticos terroristas, se estrellaron contra los dos edificios más altos de Nueva York. Al horror y a la conmoción por los millares de víctimas se sumaba la perplejidad, el miedo y una extraña sensación de algo ya vivido, que anteriormente ya habíamos visto tantas veces –en libros, en comics o películas– que lo sucedido en Manhattan parecía el calco de una profecía cumplida. Como la caída del muro de Berlín, aquel atentado cambió la historia reciente pero este, por unos momentos, nos devolvió de golpe a la Edad de Piedra.

Pakistán es uno de los países más pobres del mundo, olvidado por los destinos turísticos. Foto: Sebastián ÁlvaroEse atentado brutal no sólo supuso una cicatriz irreparable en la psique de buena parte de los ciudadanos del mundo entero sino también el desvelamiento de una remota e inhóspita zona del globo terráqueo. En las horas siguientes a la conmoción, en periódicos, en telediarios (y después en todas partes: en bares, comercios, parques y hogares) empezaron a barajarse diversas hipótesis sobre el atentado. Golpeada en el corazón del mundo, en el centro mismo de Nueva York, la civilización occidental se preguntaba qué había ocurrido, qué odios inmemoriales se habían encendido para avivar tal hecatombe. Poco a poco, los nombres de Osama Bin Laden y Al Qaeda se convirtieron en sinónimos del mal absoluto, y los países donde supuestamente se escondían en refugio de terroristas feroces y sin escrúpulos. Pakistán y Afganistán, dos de los países más pobres del mundo, lugares olvidados por los destinos turísticos, volvían a emerger en los telediarios y aparecían en los mapas de los informativos.

De repente, Asia Central pasaba a la primera plana de los periódicos, y esa vasta y desconocida región se transformaba una vez más, como tantas veces antes en la Historia, en un desgarrado y violento tablero de ajedrez donde nuevamente se dirimían las ambiciones y los temores de los poderosos. Contra la opinión de tantos expertos optimistas, el once de septiembre de 2001 descubrimos que la Historia no había terminado de escribirse, que nada era estable y que Asia Central seguía siendo el centro de la inestabilidad, el corazón salvaje y la llave de buena parte del mundo -al menos de esa zona asiática y del Pacífico a la que se ha trasladado el eje económico y político después de muchos años de predominio atlántico- sólo que ahora, al estar más globalizado y comunicado, sus consecuencias nos alcanzarían a todos. Cualquier cosa que se sucede aquí termina teniendo repercusiones en Londres, Paris, Nueva York o Buenos Aires. Es cuestión de tiempo y, por lo que vemos, mucho menos de lo esperado.

Fiesta chiíta en Skardu. Foto: Ana MarcosSin embargo cualquier conocedor de la historia de esta región de Asia Central hubiera podido anticiparlo. Desde los tiempos de Alejandro Magno, todos los grandes imperios que intentaron hacerse con el control de esa vasta y peligrosa encrucijada habían fracasado uno tras otro. En su camino se interponían estepas, desiertos y las montañas más altas que han generado las fuerzas orogénicas del planeta. Griegos, tártaros, mongoles, turcos, árabes, británicos y rusos fueron sucesivamente poniendo las máscaras de una interminable danza guerrera. La estrepitosa retirada soviética de Afganistán, similar a la de los norteamericanos en Vietnam, y la consiguiente dictadura islámica, mostró al mundo claramente de qué poco sirve una, aparente, superioridad militar sin una comprensión profunda del territorio y las gentes que lo habitan. Y también de la Historia, pues quien no la conoce está condenado a repetirla. Nunca mejor dicho en esta ocasión: el último presidente afgano prosoviético, Najibullá, terminó sus días de la misma forma que Macnaghten, uno de los primeros gobernadores impuesto por los británicos: troceado y colgado en los bazares de Kabul. En esta zona del mundo la barbarie y la crueldad son monedas utilizadas desde hace más de dos mil años. 
          
En el Raja Bazar de Rawalpindi. Foto: Sebastián ÁlvaroLa infame matanza de Madrid, el once de marzo del 2004, terminó de hacer añicos los sueños de paz del mundo civilizado y la ilusoria creencia de estabilidad política y social en que se movía buena parte de la clase política europea. Europa, que aspiraba a convertirse en una isla en medio de un océano de desdicha, está comprobando dolorosamente hasta qué punto es erróneo ese sueño de aislamiento. Los europeos están descubriendo, de forma traumática y en todos los frentes, social, político, económico, y militar, que apenas pintan algo en el mundo. Y, por si fuera poco, desde que el peligro del terrorismo islámico pende sobre nuestra forma de vida, sabemos que nadie está completamente a salvo y que no se puede vivir de espaldas a lo que sucede en esa zona tan lejana de nuestras vidas y que las afecta del mismo modo que un alfil emboscado amenaza toda la diagonal del tablero.

Fiesta chiíta en Skardu al final del Ramadán. Foto: Ana MarcosEl terror también se ha globalizado y nadie está a salvo. Ni siquiera los que piensan que están en su mismo bando porque el terror, para que lo sea, debe ser indiscriminado, puede alcanzar a cualquiera en cualquier momento.  A pesar de ello una buena mayoría de occidentales desconoce esta fábrica de naciones (como ha llegado a ser llamado) que es Asia Central y apenas podría recordar algunas características básicas de la región. Por ejemplo, su importancia geoestratégica, los inmensos recursos en gas y petróleo que acumulan o su potencial de destrucción nuclear. Allí, igual que en tiempos de Kipling, se está jugando el futuro la humanidad. Cinco potencias nucleares del planeta defienden intereses en la zona: China, Rusia, USA, Pakistán e India. Países muy diferentes entre sí que arrastran un enorme fardo de intereses, pugnas y rivalidades sociales, étnicas, religiosas, políticas y económicas. En medio de ese laberinto, las ambiciones imperialistas de tres grandes potencias como Rusia, Estados Unidos y China han interferido en el desarrollo de esa larga y confusa partida de ajedrez que abarca ya siglos y que rusos y británicos, a mediados del siglo XIX, denominaron Torneo de Sombras o el “Gran Juego”.
Uno de los puentes del valle de Hushé, cerca de la frontera entre Pakistán y la India. Foto: Sebastián ÁlvaroLa intervención norteamericana en Irak o Afganistán es tan inquietante como la de escuchar el zumbido después de introducir un palo en un avispero. Parece difícil predecir las consecuencias a medio y a largo plazo, ni si los beneficios merecerán la pena, ni siquiera si habrá beneficios. La realidad del avispero es tremendamente compleja, prácticamente imprevisible y apenas comprensible para la mentalidad occidental. Por ejemplo, es difícil entender el odio visceral que, desde su nacimiento como naciones, mantiene a India y Pakistán en guerra y que en cualquier momento puede desembocar en un enfrentamiento nuclear. O los intereses, tan ambiciosos como secretos, de Irán, Turquía y Pakistán, empeñados desde hace tiempo en políticas oscuras que tratan de modificar en su provecho las constantes remodelaciones de la zona. O el nuevo e incierto camino emprendido por el mosaico de las ex repúblicas soviéticas, con Uzbekistán –que trata de erigirse en el gendarme natural de la zona– frente a Tayikistán, siempre bajo tutela rusa. Sin olvidar Kazajistán, con graves problemas sociales debido a la amenaza de su minoría eslava, Turkmenistán que pone encima de la mesa de negociaciones sus enormes recursos naturales para hacerse oír y el pobre Kirguistán, una maravilla natural plagada de montañas olvidadas, entre el desierto de Taklamakán y las Montañas Celestiales.

Trabajadores baltíes. Foto: Ana MarcosEn medio de esta formidable vorágine histórica, sucesos como la invasión de Afganistán, devastado por largos años de guerras y luchas tribales, o la de Irak, tienen importancia no sólo por sí mismas, sino por la que adquieren dentro de esa caja de resonancia que es Asia Central. Nuevos jugadores han colocado sus piezas sobre el maltrecho tablero y han efectuado, quizá precipitada y fatalmente, nuevos movimientos en esta larga, imprevisible partida del “Gran Juego”. Hoy tenemos la certeza de que, de una u otra forma, todos ganaremos o perderemos en esta partida. Por eso es ingenuo pensar que aquí no se nos ha perdido nada. Señores, hoy como ayer, se está remodelando el mundo.
Islamabad. Foto: Ana MarcosY, por encima de todo, no podemos olvidar la todopoderosa presencia del Islam, una religión que atraviesa todos los órdenes de la vida en muchos de estos países. Cada pieza que se mueve en uno de los rincones del tablero (Pakistán, Xinjiang, Afganistán, Irak…) puede repercutir mucho más allá, en Nueva York, Yemen, Tanzania, Londres o Madrid. En el telón alzado tras la caída del muro, las disonancias que añaden el terrorismo fundamentalista, el irresoluble conflicto palestino y las ambiciones de los grandes países, componen una vasta y prácticamente ininteligible ópera histórica a cuyo desarrollo estamos asistiendo y cuyas consecuencias nadie puede prever.
Y la pieza clave del tablero, la que puede decidir el resultado de la partida, es Pakistán, el país de los puros, el más conflictivo y desestabilizador de entre todas las naciones de esta zona del planeta.

 

En el nombre de Alá. Foto: Sebastián ÁlvaroUn país de países, la suma o la diferencia de múltiples y conflictivas relaciones de poder con una diversidad cultural, geográfica, religiosa, política, lingüística, sin parangón. Un país que tenía 80 millones de personas la primera vez que fui, en 1981, y que hoy ya supera los 180. Con un ejército muy numeroso, bien armado y permanentemente entrenado por el conflicto con India. Dotado de armamento nuclear y los últimos artilugios para la guerra. Un foco de conflicto y la pieza más codiciada del tablero. La reina que todos quieren poseer. Por supuesto también los terroristas. Los drones norteamericanos están cambiando la guerra, y la percepción que de ella tenemos, al menos en nuestros países. La idea de que se puede ganar una guerra sin participar en ella es, en mi opinión, injustificada. Pero nadie quiere seguir quemando soldados y dinero en un lugar tan difuso que los votantes no saben situarlo en los mapas.

Ese es el resumen de lo que nos estamos jugando en Pakistán, al pie de las montañas más bellas de la Tierra.

 

La viuda de Ali Hussein, el cocinero asesinado por los talibanes en el Nanga Parbat. Foto: Sebastián ÁlvaroAdemás de diez alpinistas de distintas nacionalidades, los terroristas ajusticiaron a un joven cocinero de la aldea de Hushé, el lugar donde, desde hace trece años, llevamos a cabo un proyecto de ayuda, desarrollo y cooperación. Le preguntaron el nombre, Alí Hussein, y por él dedujeron que era chií. Al resto de compañeros de Alí, contratados como él por las distintas expediciones, en su mayoría del valle de Hunza, tan sólo les golpearon por suponer que eran ismaelitas, partidarios del Aga Khan, otra de las corrientes del Islam. Además de todas estas víctimas también están las otras, todos los habitantes de esta región, convecinos de Alí Hussein y sus maltratados compañeros, que tienen en las expediciones una segura y más que necesaria fuente de ingresos con la que mejorar algo la dura vida que les proporciona esta región agreste e inhóspita.

 

Uuno de los mejores porteadores del Baltistán, Hussein. Foto: Sebastián ÁlvaroEl clima es brutal, condenándolos a meses de aislamiento bajo la nieve, y la tierra es ingrata pues arrancarle unos pocos albaricoques o unos tubérculos exige un arduo trabajo. Tan sólo para llevar el agua a sus cultivos desde los glaciares tienen que cavar kilómetros de canales que además deben limpiar y reconstruir primavera tras primavera a causa de los derrumbes y los estragos de la nieve invernal. De ahí la importancia para su economía sus cortas temporadas en las que trabajan como porteadores, cocineros, guías de grupos de turistas o porteadores de altura en expediciones o caminatas montañeras, muchas de las cuales se han retirado o han anulado sus planes después del ataque talibán. Una decisión del todo comprensible, pero que castiga a quien menos culpa tiene.

En el refugio de Hushe. Foto: Sebastián ÁlvaroSon ya muchos viajes a esta región de Pakistán los que he hecho y lo único que he encontrado es a gentes hospitalarias y alejadas de cualquier fanatismo, cumplidoras de sus compromisos y generosas en el trabajo. Conviene distinguir entre personas religiosas, e incluso piadosas, con fanáticos dispuestos a inmolarse en su cruzada contra el infiel, que somos todos los demás. En los últimos tiempos en Pakistán se están asesinando a las niñas, por ir a clase, a los maestros, por serlo, o a los sanitarios que ponen vacunas, por ir contra los preceptos, supuestos, del Corán. Esos son sus enemigos, la civilización, la educación, el progreso. Así que cuando estas líneas puedan leerse estaré de nuevo de vuelta del valle de Hushé de visitar a mis amigos baltíes y seguir ayudándoles en lo que pueda. Ni ellos se lo merecen ni nosotros debemos dejarnos intimidar por la brutalidad fanática que tan duro nos ha golpeado. Es lo único que podemos hacer, por nosotros y por nuestros amigos de la región: no permitir que nos atemoricen. Tenemos, tengo, temor. Pero hay veces en la vida que hacemos lo que debemos hacer. No podemos fallar a esa gente que se juega, literalmente, su futuro y su libertad. Y también la nuestra.
Las niñas de Hushé. Foto: Sebastián Álvaro

2 comentarios

  1. Sebas, me he enterado por el articulo de de este asesinato, no lo he visto en prensa generalista. Estoy impresionado por la barbarie y lo injusto de una acción completamente inútil.

    Tu artículo incluye un análisis muy acertado de la situación de Pakistan para aquellos que no conocen la región. Yo comparto tu punto de vista.

    Tengo una puntalización, cuando mencionas la cantidad de gente hospitalaría y demás que encuentras creo que estás cayendo un poco el en romanticismo del mito del «buen salvaje». Yo coincido contigo que Hunza y Skardu son lugares más amables que otros, pero eso creo que queda lejos de tu afirmación. Gente Chunga hay en todos sitios. No sé si incluyes a los valles anteriores cuando hablas de la región pero mi impresión es que en esos lugares (Chilas y otros) el ambiente es muy hostil a nivel hospitalario. Y que coste que yo creo que lo de ser hospitalario es una libertad de cada uno.

    Enhorabuena por el blog y ánimo con las expediciones.

    1. Javier, suscribo lo que dices. Sin dudas me refería, por si no entendía bien, pasado el Kohistán, zona de feroces bandidos desde tiempos inmemoriales y donde ahora mismo escolta la policía a los turistas que recorren la Karakorum Highway. Desde luego el valle de Hunza y Skardú, son zonas mucho más amables y, en mi opinión, Hunza en este sentido es más acogedora porque son ismaelitas y además viven del turismo. Pero en mi artículo me refería más a las aldeas de montaña que conforman el Karakorum que,en este sentido, está muy bien delimitado: una zona de unos 300 X 400 kms que tiene una población mayoritariamente baltí («mongoles de raza aria» como les definió Ardito Desio), aunque haya kirguises en el norte, en la zona más desértica y otras etnias minoritarias. Las aldeas baltíes son sumamente míseras pero ofrecen al visitante lo poco que tienen. Yo he sentido esa generosa hospitalidad desde hace 32 años. Y ahora ya me conocen muchos y muy bien, pero al comienzo yo he llegado derrotado a una aldea y me han ofrecido te y un huevo duro, como si fuese un invitado. Me refería exactamente a estas aldeas, y por eso animaba, y animo, a todo el mundo que le gusta la montaña a ir al Karakorum. Lo aclaro aquí gracias a tu puntualización, porque probablemente no quedara claro en el artículo. Muchas gracias

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