Taklamakan, «si entras no saldrás»

La expedición al desierto del Taklamakán fue un viaje que me sorprendió desde sus inicios. Pasear por los bazares y mercados de Kashgar, la perla de la Ruta de la Seda, o comprobar como la elaboración de los hilos de seda en los telares de Jotán sigue elaborándose como hace siglos, fue como trasladarse a los tiempos en los que viajar era una aventura y el intercambio de mercancias era también una oportunidad para que culturas e ideas de Oriente y Occidente entrasen en contacto. Ese delgado y frágil hilo de seda que vimos tejerse en los telares de Jotán de la misma manera que hace cientos de años puso en marcha una de las rutas comerciales más largas y fecundas de la historia de la civilización: la Ruta de la Seda.

Hiladora de Jotán. Foto: Sebastián ÁlvaroTras la modestia del artesano atareado en su labor de transformar el capullo de un vulgar gusano en un delicado hilo, el más aristocrático textil con el que se han tejido los más lujosos ropajes de emperadores, reyes, cortesanas y papas, se trasluce la esencia del alma de una senda mítica en la historia de la civilización humana. Gracias a este camino de leyenda, y a lo largo de los siglos, hubo un prodigioso encuentro de grandes religiones y culturas, desde la Grecia clásica y la Roma imperial, pasando por el imperio Persa, que durante mucho tiempo se convirtió en la llave de los intercambios pues se encontraba en el centro inevitable de los caminos, hasta llegar a la China milenaria o la India.

Todavía hoy día, a pesar de los destrozos efectuados por las autoridades chinas en sus barrios antiguos y bazares, deambular por los mercados de Kashgar o las callejuelas de Jotán, recorrer algunos tramos de la Ruta de la Seda es como regresar a los tiempos en los que todo viaje era una gran aventura llena de incertidumbre, riesgo y descubrimiento. De alguna forma la Ruta de la Seda simboliza la enseñanza que ya hace tiempo, de Kavafis a Machado, aprendimos de los poetas: que importa más recorrer el camino que el punto dónde te lleve y que más importante que ofrecer respuestas es hacerse preguntas.

Bazares de Kashgar. Foto: Sebastián ÁlvaroEn realidad la Ruta de la Seda es un nombre moderno y, en realidad, contradictorio, pues ni hubo una ruta y tampoco lo fue exclusivamente de la seda sino de multitud de productos y mercancias. El veneciano Marco Polo simboliza a la perfección a una pléyade de hombres anónimos, arrojados y dispuestos, como él, a vivir la aventura de cruzar un mundo para llegar hasta el extremo oriente. Estos viajeros eran vigilados y protegidos por los todopoderosos emperadores chinos durante los primeros siglos de nuestra era. Luego una dinastía de emperadores mongoles, iniciada por Ghengis Khan y que tuvo su momento de mayor esplendor con su nieto Kubilai Khan, tomaron el relevo, coincidiendo con nuestra Edad Media, como alentadores y protectores de este fabuloso camino de intercambio.

Se trataba de unos mercaderes más emparentados con Simbad que con la United Fruit Co., porque lo que vieron, sufrieron y aprendieron mientras cumplían su misión tuvo mucho más que ver con “Las mil y una noches” que con un libro de contabilidad. Quizá no fuese tan descabellado considerar a esa red de caminos como un lejano – e incomparablemente más lento- antecedente de Internet, puesto que por ella circularon con fluidez en una y otra dirección mercancías, descubrimientos e ideas que enriquecieron ambos extremos, en manos de unos aventureros decididos a seguir una ruta de leyenda y a amar lo desconocido.

La Muralla China. Foto: Sebastián ÁlvaroPero aquellos comerciantes con alma de aventureros que transitaban por estas ciudades, yendo o viniendo del imperio chino, evitaban como la peste un espacio al margen de los hombres, un desierto dentro de un desierto, con fama de ser el lugar más árido del mundo que, hasta hace muy pocos años, era un espacio en blanco de los mapas. A los viajeros chinos les atemorizaba tanto que le denominaron “el desierto de la muerte”.

A pesar de que ya se encuentran referencias en los escritos de Marco Polo, cuando me puse a estudiar y planificar su travesía, el Taklamakán seguía siendo una de las regiones más inexploradas del globo terrestre. Ya en tiempos de Marco Polo las caravanas de la Ruta de Seda evitaban adentrarse en el interior del desierto de Taklamakán, que en lengua turki significa “si entras, no saldrás”. Tras Marco Polo, otros ilustres visitantes de los desiertos nos dejaron sus impresiones sobre estos aterradores desiertos de Asía Central.

Turfán. Foto: Sebastián ÁlvaroA finales del siglo XIX sería el sueco Sven Hedin quien, en una de sus exploraciones por la zona, se internó en el Taklamakán y estuvo a punto de morir con toda su caravana. Sus expediciones por Asia le proporcionarían numerosas conferencias, las más populares de su tiempo. Junto a Stanley fue uno de los autores de mayor éxito. Hedin llenaría salas enteras presentando “La marcha de la muerte en el desierto de Taklamakán”. Los auditorios quedaban fascinados. Cuarenta años después de aquella expedición al desierto daría una conferencia en Detroit delante de una numerosa asistencia. Hedin describió con tal realismo su dramática aventura en “este mundo de arena” que, al final de la conferencia, los espectadores se precipitaron hacía las fuentes públicas para calmar su sed.

Uigur de Kashgar. Foto: Sebastián ÁlvaroEse espacio desnudo es el que me puso en marcha cuando en otoño del año 2000 decidí acometer la travesía del Taklamakán. Apenas tenía unos pocos datos: La provincia del Xinjiang ocupa buena parte de la China occidental y consta de dos grandes regiones separadas por las montañas del Tien Shan: la Dzoungaria, al norte de las montañas y los bajos del Tarim al sur. Esta cuenca del Tarim, donde se ubica el Taklamakán, es gigantesca ya que ocupa 1.200 kilómetros de oeste a este y 600 kilómetros de norte a sur, ocupa 300.000 kilómetros cuadrados de extensión, es decir, más de la mitad de la Península Ibérica. Es un inmenso desierto de arena y dunas móviles, totalmente desprovisto de agua en su interior (exceptuando las aguas subterráneas que, inexplicablemente, los nativos llegan a encontrar) y cuya aridez se explica por las colosales montañas que lo rodean, formando una barrera natural que frenan las lluvias. Además es el lugar más alejado del mar de la Tierra, convirtiendo este espacio en un lugar yermo, reseco y sin vida.

El reto que me propuse era cruzarlo por su parte central, unos 600 km, sin ayuda exterior y en completa autonomía.
En la ciudad de Jotán con Juanito Oiarzabal. Foto: Sebastián Álvaro

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