Un montañero en Nueva York

Me gusta Nueva York. Uno no es un urbanita redomado ni un fanático del modo de vida americano. Más bien todo lo contrario. Pero me gusta Nueva York. De la misma forma y por los mismos motivos que me gustan Bilbao o Madrid. Hay que ir a verlas, a conocerlas ¡a vivirlas! Son cosmopolitas, abiertas, mestizas, innovadoras, vivas, descaradas, aunque digan los que no viven en ellas, ya lo se, que los nativos de esas ciudades son, somos, un poco especiales, vamos que somos un poco chulos, prepotentes, con ese aire de superioridad que, por cierto, aparece retratado en todas las series norteamericanas rodadas en Nueva York. Se dice de los bilbaínos, de los madrileños (aunque un buen amigo bilbaíno diga que en realidad Madrid no deja de ser un barrio de Bilbao) y también de los de Nueva York. Me gusta pensar que quizás todo sea por esa “falta de personalidad” de las ciudades de aluvión surgidas, o cambiadas radicalmente en el último siglo, por inmigraciones masivas. Ciudades en las que todos van ensimismados a su trabajo, pensando en sus cosas, despreocupados de los pensamientos del vecino. Un reconfortante anonimato que tan difícil es de lograr en las ciudades pequeñas y donde nadie te pregunta de donde vienes. En realidad, porque los neoyorkinos son de todas las partes. Para ser uno de ellos sólo vale lo que eres y lo que estas dispuesto a hacer. Y todos son bienvenidos.
 
Memorial Wall en la Isla de Ellis. Foto: Sebastián ÁlvaroVisitando la isla de Ellis, el lugar donde llegaban la gran mayoría de todos los inmigrantes, he podido retroceder al pasado más de un siglo mientras caminaba por las enormes salas donde, en fila india, eran registrados y pasaban la cuarenta. Durmiendo en unos camastros minúsculos, con sus atillos de pertenencias y sus maletas de madera donde llevaban todo lo que poseían, que apenas era nada. Huyendo de una Europa devastada, de las guerras, del hambre, de la caída de imperios en declive y de feroces dictaduras que hicieron del continente europeo un terreno de batalla durante dos siglos, convirtiendo las tierras americanas en la promesa del paraíso perdido.

La Estatua de la Libertad. Foto: Sebastián ÁlvaroPara comprender lo que es Nueva York, y de alguna forma todo Estados Unidos, es suficiente con conocer unos datos concluyentes: de 1892 a 1924 llegaron a la isla de Ellis 16 millones de inmigrantes. Sólo en 1907, el año que más llegaron, fueron casi 1.300.000. Y esta riqueza, en forma de renovado espíritu emprendedor, sigue activa hoy en día. El sueño de cualquier inmigrante latino es triunfar en Nueva York. La esencia de la ciudad es precisamente su espíritu cambiante, un cambio continuo que, paradójicamente, le proporciona estabilidad. Es siempre, por tanto, una ciudad joven, suma de la mezcla de italianos, irlandeses, latinos, chinos, griegos, coreanos, taiwaneses… hasta iraníes, que celebran todos los años una “parada persa”, con bailes, carrozas y hasta partidarios de Zoroastro. ¿Dónde puede encontrarse algo igual?

He pasado cuatro maravillosos días pateando Nueva York, de arriba a abajo y de derecha a izquierda. Debería decir, para ser más riguroso -como siempre me corrige mi buen amigo el profesor Martínez de Pisón– de norte a sur, de este a oeste. He vuelto a casa igual de cansado y satisfecho que –perdonadme, es la comparación de un montañero- cuando regreso del Karakorum. No he parado de caminar todos los días más de diez horas. Sin más paradas ni tregua que para comer un bocadillo en alguno de los múltiples bares y cafeterías que salpican sus calles.

MOMA, Nueva York. Foto: Sebastián ÁlvaroHe recorrido Manhattan, deteniéndome en cada iglesia, museo y librería. He visitado el MOMA (Museo de Arte Moderno), el Museo de Historia Natural y el Metropolitan. Hay un “City Pass”, que tiene seis entradas, a elegir, de algunos de los lugares más emblemáticos de la ciudad. Se compra por Internet y supone un ahorro considerable. ¿Porque no copiamos en nuestras ciudades iniciativas como éstas? Sorprende al viajero que nadie te ponga la mínima traba para poder hacer fotografías en el interior de los museos (siempre que se hagan sin flash). Me parece que no deja de ser una primera señal del espíritu pragmático de esta sociedad. Son los primeros que se han dado cuenta de que no se pueden poner puertas al campo. Todo el mundo ya tiene cámaras pequeñas, o teléfonos móviles que para el caso es lo mismo, y por tanto es imposible prohibirlas así que los vigilantes encauzan sus esfuerzos en controlar los destellos de los flashes. Es más útil y rentable.

Los museos son magníficos y sólo para visitar en profundidad el Metropolitan (uno de los museos que más piezas -más de dos millones- contiene del mundo) serían necesarios varios días. Pero es muy gratificante pasear por sus salas más importantes unas pocas horas. Soy más partidario de visitar muchas veces un museo que pegarte un atracón una sola vez y quedar emborrachado, y abrumado, las más de las veces, de ver tantos cuadros y tantas piezas importantes. Es lo que suelo hacer en el Museo del Prado. (Recomiendo hacerse “Amigo del Museo del Prado” a todos aquellos que piensen lo mismo, por una pequeña cantidad al año puedes entrar cuantas veces quieras y tener un montón de ventajas, como no hacer colas, entre muchas otras).

Por muy poco tiempo que se disponga es obligada la visita a la estatua de la Libertad, aunque recomiendo hacer la reserva el día anterior pues sino se puede tardar más de una hora en montar en el ferry. Desgraciadamente, desde los atentados del 11 S, ya no se puede acceder al interior de la estatua. El complemento a la Estatua de la Libertad, auténtico símbolo emocional de los estadounidenses y de los neoyorkinos en particular, es la visita a la isla de Ellis. Resulta emocionante comprobar como los padres van con sus hijos pequeños a visitar aquellas dependencias que acogieron, tal vez, a sus padres o abuelos. Y luego en el exterior se ponen a buscar a sus antecesores en los nombres grabados en una infinita placa de acero…

En el barco de vuelta recordé el consejo de Javier Reverte antes de irme: “Ve a pasear por el puente de Brooklyn, no es un trekking como los tuyos en el Himalaya pero está muy bien” Y le hice caso. En realidad ese día habíamos bajado caminando desde Rockfeller Center por Broadway hasta Battery Park, donde se coge el ferry a Ellis. De vuelta regresamos al mismo lugar y nos fuimos a comer una hamburguesa muy cerca de allí, a un típico pub donde los clientes, trabajadores de las múltiples oficinas de la zona, estaban viendo por televisión un partido de los Yankees contra los Mets con la misma pasión que aquí se vive un Madrid-Barça. Media hora para volver a ponernos en marcha, visitar Wall Street (y a los acampados del 15 M, que allí no se cómo se llaman) y dirigirnos al puente de Brookyn, repleto a esa hora de ciclistas y caminantes. Cruzamos el puente y nos dirigimos de regreso por el puente de Manhattan, mucho menos concurrido pero mucho más ruidoso por el paso de los trenes. Terminamos en el barrio de Chinatown, que es una auténtica sorpresa y me parece una recreación, ¿o es justo al contrario?, de Blade Runner. Una pequeña visita al mercado, pues ya estábamos derrengados, antes de coger el metro de vuelta al hotel de Rockfeller Center. Una ducha, un pequeño reposo de media hora y vuelta a caminar a la zona de Times Square. Acostarse temprano para, igual que los neoyorkinos, ponerse en marcha muy temprano.
 
Pero, entre todos los lugares que he visitado, ninguno me ha emocionado, y conmocionado, más que la visita a la zona Cero. Aunque todavía está en obras le falta muy poco para que vuelva a estar completamente terminada la zona donde se ha vivido el atentado terrorista más decisivo, probablemente, de los últimos tiempos. Convertido ahora en un símbolo de la libertad y el modo de vida occidental, y a la vez del odio y la barbarie, resumen de tos las contradicciones y conflictos del cambio de siglo, que se vieron reflejadas en el derrumbe de las dos torres que coronaban Manhattan. Ya está prácticamente terminada de remodelar la zona. Las dos nuevas torres están a punto de concluir. En esta próxima semana la Torre de la Libertad sobrepasará la altura del Empire State. Y en poco más alcanzará los 541 metros que marcará el punto más alto de la ciudad, volviendo a cambiar el skyline más famoso del mundo. El parque con las dos enormes piscinas, el Polo Norte y el Polo Sur, ya está terminado. Todo gira en torno a dos grandes piscinas, por las que caen unas cortinas de agua, y que, a su vez, contienen unas piscinas más pequeñas donde desaparece. En su enorme barandilla de bronce están grabados los nombres de las casi tres mil personas que murieron víctimas de los atentados terroristas. Asomarse al interior de aquellos dos pozos cuadrados sin fondo es como asomarse a nuestro interior, al terrible vacío de nuestro interior… 

No queda mucho para concluir esta breve, y enriquecedora, visita a Nueva York. Ya saben que me gustan las alturas. Aunque esté en Nueva York. Allí no hay montañas, pero es de todos sabido que donde no las hay el hombre las ha creado artificialmente a imagen y semejanza de las naturales. Quizás porque, junto con el mar, es el medio que más ha impresionado y temido el hombre desde sus orígenes. Quizás porque elevarnos por encima de nuestras cabezas te hace ver el futuro y gozar de la libertad como se sólo se siente en los lugares donde tienes el mundo a tus pies y puedes ver la inmensidad del espacio y la profundidad del tiempo. Los zigurats babilónicos, las pirámides mayas o las de Egipto son buena prueba de ello. Y también, desde luego, los rascacielos modernos que son nuestras nuevas pirámides, el símbolo del poder de nuestro tiempo. Ver el atardecer, o amanecer, desde el Empire State o el Top of the Rock, es la mejor visión de la verdadera ciudad de los prodigios. La vez anterior que estuve en Nueva York estuve en lo más alto de las torres gemelas. Recuerdo haber mirado aquellos edificios con ojos de hacer “salto base” desde su azotea. Había mucha gente que decía que aquellas terrazas habían sustituido a las del “viejo” Empire State. Nadie podía imaginar entonces que muy poco tiempo después, desgraciadamente, volverían a estar repletas de turistas y el Empire había vuelto a ser el símbolo de la ciudad. Desconocía, aunque ya me lo había comentado un buen amigo, el arquitecto Joaquín Pallás, que una obra así sería imposible realizarla hoy en día. Se comenzó a construir en 1930 y sólo se tardarían catorce meses en inaugurar este edificio de 102 plantas que, durante cuarenta años, sería el más alto del mundo y durante décadas sería un símbolo de la ciudad. Películas como King Kong ayudaron a mitificar el rascacielos por excelencia. Como no se podían almacenar los materiales de construcción en el suelo, debido a la falta de espacio, común a todo Manhattan, se hizo necesaria una planificación rigurosa y metódica para que cada cosa estuviera en la obra en el momento que fuese necesaria. Desde lo alto puede verse no sólo la ciudad capital del mundo, sino se vislumbra un país, la primera potencia del mundo, una sociedad, un modo de vida… Sin duda hay muchas cuestiones que ni son idílicas ni, posiblemente, nos gusten a muchos. Pero, necesariamente, hay que ir a Nueva York. De la misma forma que hay que ir a ver Shangai. No se puede entender el mundo actual, ni lo que nos depara el futuro, sin haber estado, al menos, en esas dos ciudades.
Supongo que algo así debería ser visitar Sevilla en el siglo XVI…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *