Hace unas semanas tuve la fortuna de regresar a Albarracín, una ciudad en la que había estado hace muchos años y de la que guardaba en mi memoria un recuerdo difuso, empañado por la encantadora nostalgia que nos dejan los lugares que recordamos más por las sensaciones y emociones que nos provocaron que por las cualidades estéticas de los mismos. No recordaba la ciudad recordaba a los amigos con los que estuve conspirando, y también que nos lo pasamos muy bien, discutiendo de política y disfrutando de la excelente gastronomía de los alrededores. Y, sin embargo, he podido comprobar que el recuerdo no hacia justicia a este maravilloso lugar. Guardaba en ese rincón de la memoria donde nos asomamos muy de vez en cuando -por temor a rescatar algún periodo amargo- la maravilla de una villa medieval, rodeada de vertiginosas murallas como para recordar al viajero que, en aquellos tiempos, nada valía nada, sino podía ser defendido. La verdad es que la memoria a veces nos traiciona. En este caso para bien. La realidad imaginada era menos espléndida de lo que me aguardaba…
Llegué de noche buscando a unos amigos, al otro lado del río, de esos ríos, que durante siglos, nadie se atrevió a cruzar. Paré el coche para observar el espléndido espectáculo de esta bella ciudad medieval, encaramada en la hoz que forma el río Guadalaviar. Era el final del verano y todavía no se sentían los cortantes vientos que llegan de las serranías cercanas. Un silencio sepulcral lo envolvía todo, como si sus habitantes estuvieran en la cama aunque la temprana hora descartaba tal posibilidad. Al día siguiente me contaron que, en realidad, casi todos los habitantes de Albarracín viven en el llano donde se aposenta la nueva ciudad, y la antigua se ha quedado como un conjunto arquitectónico-turís<!–tico. Un conjunto de construcciones rojizas al borde del tajo, que en su tiempo debió servir de foso defensivo, encuadradas por las murallas del castillo y los no menos impresionantes farallones de arenisca. Vino a buscarme un amigo y dejé el coche en uno de los aparcamientos públicos que hay fuera del casco urbano y nos adentramos en sus callejas a través de una de las dos puertas todavía existentes, la del Agua y la de Molina. Luego pasamos una agradable velada, disfrutando de una excelente cena y hablando de montañas y leyes, pues a eso había ido.
Ubicada en la sierra de Albarracín, en el extremo meridional del Sistema Ibérico y en uno de los nudos hidrográficos más importantes de la Península, del que surgen ríos como el Guadalaviar, el Tajo o el Jiloca, la zona ha sido asentamiento humano a lo largo de miles de años. En esta zona se encuentran 12 abrigos con pinturas de hace 8000 años, las más importantes del arte rupestre levantino.
De la época romana queda tanto el impresionante acueducto como lápidas y relieves aprovechados en otras construcciones posteriores como la torre de la Catedral. Sin embargo el nombre de Albarracín deriva de la familia los Banu-Razin de origen bereber que, tras una desmembración del Califato de Córdoba, surgió como un reino independiente en los primeros años del siglo XI. En su corte se refugiaron artesanos, poetas y músicos tras la caída del califato de los Omeyas que darán a la ciudad un importante esplendor cultural, siendo a finales del siglo XII cuando pasa a manos cristianas. Muchas veces, cuando he visitado la grandiosa mezquita Omeya de Damasco, mi imaginación ha volado de España a Siria, recordando el imperio que logró unir Córdoba y Damasco en una misma fe y en una misma cultura a golpe de cimitarra manejada por los más valerosos y audaces caudillos árabes.
Al día siguiente por la mañana me esperaba conferencia y debate, algo bastante reconfortante pues pocas cosas hay más provechosas que contrastar los puntos de vista con personas inteligentes. Pero al caer la tarde me puse los pantalones vaqueros y las zapatillas de caminar y me fui a disfrutar de Albarracín. Visité la Catedral, aunque no llegué a tiempo de ver el Museo de la Ciudad ni el Museo Diocesano, que he dejado para otra visita que haré en breve, (siempre me gusta dejar cosas pendientes en los viajes que me obliguen a volver a los lugares que me gustan), sin embargo pude recorrer el Palacio Episcopal, sede de la Fundación Santa María de Albarracín, alma de la conservación y restauración de Albarracín que ya fue declarada monumento nacional en 1961 y que está propuesta para patrimonio de la Humanidad. En una de sus salas fue donde realizamos el evento. Los responsables de la Fundación y son gente amable y encantadora siempre dispuesta a ayudar y aconsejar atinadamente al viajero. Ellos son los que me señalaron el camino que lleva a las murallas. Pero antes pude encontrar la Casona de la Ajumez en el barrio judío, que debe su nombre al ajumez, una ventana con celosía que permitía a las mujeres observar la calle sin ser vistas.
Saliendo de la Plaza Mayor, recorrí sus empinadas calles empedradas. Aunque los colores característicos de las casas de Albarracín son el rojo, el ocre, el naranja y el rosa, hay una que destaca por su intenso color azul, la casa de los Navarros. Las callejas se van estrechando a medida que elevamos la vista. Es una característica construcción de Albarracín para un mejor aprovechamiento del espacio, cada piso superior se ensanchaba sobre el inferior. Así nos encontramos que en la calle Azagra la altura de los tejados se hace tan estrecha que nunca entra el sol, pero tampoco la nieve, ya que los aleros de ambos lados casi se tocan. Al visitante le produce una especie de desazón observar aquellos edificios que desafían las leyes de la
verticalidad y parecen estar a punto de caerse sobre nuestras cabezas.
Y si la ciudad es un espectáculo no hay que perderse -si no se tiene vértigo ni miedo al vacío y se está convenientemente preparado- un paseo por las murallas. Y si es posible subir “allí” a ver la puesta de sol el espectáculo difícilmente se olvidará. Me sorprendió comprobar la altura de las mismas, la estrechez del camino, que no tiene ni siquiera un pasamanos que te proteja del vacío y que te obliga a concentrarte en dar bien los pasos, por lo que, como en el chiste de vascos, hay que estar a setas o a ó. Es decir hay que concentrarse en caminar y no tener un mal resbalón, definitivo en este sitio, y cuando se quiera disfrutar del paisaje se para en una de las torres que unen las murallas y entonces te relajas y te concentras en los rólex, quiero decir en el paisaje.
Tuve suerte porque no había nadie y pude disfrutar en completa soledad del atardecer sobre los tejados rojizos de Albarracín. Viendo el castillo, el tajo y los montes de alrededor, recordé una frase que se atribuye a Genghis Khan, cuando asaltó la Gran Muralla, en la que no salen muy bien parados los soldados chinos: “No son las murallas las que defienden las ciudades sino el coraje de los que están en ellas”. Sin embargo en este lugar, al parecer, el coraje de los lugareños estaba a la altura de sus murallas. Cuenta la historia que Rodrigo Díaz de Vivar, el legendario Cid Campeador, estuvo guerreando por la zona y fue herido de muerte por un caballero de este lugar.
Los árboles amarillentos ya preludiaban el otoño… Nadie debería perdérselo.