Por fin llegamos al lugar que me tenía reservado mi amiga sevillana: la iglesia y el hospital de la Hermandad de la Santa Caridad, una institución que ha llegado funcionando desde la Edad Media a nuestros días. Nunca había visitado anteriormente esta pequeña joya del barroco español del siglo XVII y la verdad es que quedo sorprendido por la belleza del lugar.
A primera hora de la tarde su elegante fachada resplandece encalada contra el cielo azul. Tiene cinco espléndidos paneles de azulejos, en tonos blancos y azules, con diferentes estampas entre las que destacan las tres virtudes teologales: Fe, Caridad y Esperanza. En el centro está situada la que lleva el nombre de la institución. Esta hermosa y bella decoración contrasta cuando, en pocos pasos, llegamos a la puerta de entrada del hospital, de marcadas líneas sobrias y austeras.
Pero antes de entrar en su interior Geno me sugiere visitar el parque -situado justo enfrente, apenas con cruzar la pequeña calle- donde se levanta una estatua del protagonista de esta historia: Miguel de Mañara. Aunque las últimas lluvias han dejado los caminos del parque llenos de barro, nos adentramos en el parque y luego paseamos por debajo de la estatua.
La luz de la tarde es muy buena, sin embargo la estatua está en umbría. A pesar de ello me sitúo en la parte posterior y hago una foto de lo que podría ser Alatriste con un compañero muerto en brazos. Es un caballero del siglo XVI, con la espada colgando, y lo suficiente recio para llevar a otro en brazos. Su porte es elegante, sobrio, duro, hecho de la misma pasta, me dejan llevar mis divagaciones, que los hombres que conquistaron medio mundo con aquellas mismas espadas, y unas pocas ballestas y arcabuces. A pesar de las muchas veces que se ha repetido, no fueron las armas de fuego las principales causantes de la rapidez de la conquista de los imperios inca y azteca. Bajo el punto de vista de la historiografía militar, fueron la organización táctica de los soldados curtidos en los campos de batalla europeos y el uso de las ballestas las que decidieron la suerte de las principales batallas. Y, por supuesto, el apoyo de muchos indígenas hartos de soportar el yugo de aztecas e incas.
La habilidad de Cortés para ganarse el apoyo de buena parte de estos indígenas y su decisión para enfrentar la adversidad en momentos como los de la “noche triste” explican mejor que los arcabuces lo ocurrido en esos dos siglos en tierras americanas. Hazañas como la exploración del Amazonas, uniendo por primera vez el Pacífico con el Atlántico por su parte más larga, llevada a cabo por Orellana y un puñado de hombres, no hubieran sido posibles sin estas dos armas, la espada y la ballesta. Ni tampoco sin una valentía hoy inimaginable y una fe ciega en la victoria y en sus propias fuerzas de aquellos hombres retratados ahora en esta estatua que tengo delante. George Millar, un escritot y militar anglosajón, escribió, al respecto de hombres como los que simboliza esta estatua lo siguiente: “Los soldados de la conquista española pueden perfectamente haber sido superiores a cuantos les precedieron o a cuantos han venido después; y a pesar de todo lo que digamos a anhelemos… será poco probable que de nuevo tengamos… seres de tan acerado espíritu y de tal confianza invencible en el destino.”
Mientras sigo mis cavilaciones históricas, Geno me cuenta que esta Hermandad en principio sólo se dedicaba a enterrar a los muertos ajusticiados, pero luego, a medida que fue aumentando el tráfico y la importancia del puerto de Sevilla, también a los numerosos ahogados del río Guadalquivir, de tal forma que la capilla original se llamó “la capilla de los ahogados”. Más tarde se levantaría, en el emplazamiento actual, esta iglesia que se terminó en 1670. La decoración del interior de la iglesia, realmente soberbia, llevaría otros cuatro años. Más tarde se haría un hospicio, que daba cobijo por las noches a los numerosos mendigos y luego, gracias a Miguel de Mañara, se convertiría en un hospital. Esta era la sorpresa de Geno. Así que estoy delante de una de las obras más representativas del barroco del siglo XVII. En realidad esta es la parte que más satisfacciones me da el tener amigos repartidos por muchos lugares del mundo. Que te vayan descubriendo los rincones favoritos a los que, si no vives en ellos, no podrías acceder jamás. Entramos no por la iglesia sino por el hospital. Geno me cuenta que los historiadores que han estudiado su figura sostienen que, a pesar de la mala fama que le asignaron encima los románticos (y luego recogió Machado) Mañara creció en el ambiente de una familia noble de origen italiano en 1627. Fue un personaje de carne y hueso, que es probable que llevase una vida vertiginosa en su juventud, pues él mismo reconoce el haber vivido en pecado y haber llevado una vida disoluta, según consta en un testimonio suyo: “Servía a Babilonia y al demonio, su príncipe, con mil abominaciones, soberbias, adulterios, juramentos, escándalos y latrocinios” pero sin dar más referencias concretas. Lo cierto es que se casó muy joven y al morir su esposa, sin haber tenido hijos, y con sólo 34 años, tuvo un periodo de crisis y profundo abatimiento que le llevó a plantearse incluso hacerse religioso, pero al final pidió el ingreso en la Hermandad y desde entonces dedicó su vida a hacerse perdonar sus pecados haciendo obras de caridad entre los más necesitados. Crea un hospicio y luego el Hospital de la Santa Caridad, por el que ahora paseamos. Se dedicó tanto a los pobres que puso su fortuna y sus recursos a disposición de la obra.
Y suyo fue el impulso de la iconografía de la iglesia y el patio que estamos visitando. En los patios, pues en realidad son dos divididos por unas columnas porticadas, hay sendas fuentes con dos esculturas que representan la Fe y la Caridad. Son dos hermosos espacios llenos de luz, con representaciones en azulejos de pasajes de la vida de Cristo y de la Biblia. Otra estancia, ganada a las Atarazanas, muestra una figura de Miguel Mañara con los mismos objetos con los que fue retratado por Valdés. Y, en una de las esquinas, su espada, igual a la de la estatua del parque, una de las típicas utilizadas en el siglo de oro, con el nombre de su dueño grabado en la cazoleta. Antes de entrar en la iglesia, hay un zaguán con algunas pinturas entre las cuales destaca la conversión de Constantino. Pero lo más notable de todo este conjunto es lo que nos aguarda en la Iglesia…
El interior de esta iglesia es uno de los más hermosos y también originales del barroco español. Mañara sugirió a Valdés Leal los temas de “Las Postrimerías”, que pretenden ser una profunda reflexión sobre la vida y la muerte, y también de los cuadros de Zurbarán y Murillo. Los dos cuadros más tremendistas, y que más impresionan al visitante son “las gusanerias” de Valdés, llamados así porque sus coetáneos decían que sólo sabía pintar gusanitos. Sin embargo estas pinturas son dos hermosas obras de arte, probablemente las más dramáticas representaciones de la muerte que he visto jamás. El primero de los dos cuadros muestra como en un abrir y cerrar de ojos (el bautizado como “in ictu oculi”) se pasa la vida y con ella las glorias terrenales. En el cuadro se ve un esqueleto, que lleva un ataúd y una guadaña, pisando una mirra papal, una espada, bordados, coronas de reyes, una espada, libros y el globo terráqueo. Es una invitación a la reflexión sobre la brevedad de la vida, la nula importancia de acumular gloria, poder o riquezas, y la necesidad de salvar el alma.
El otro cuadro, situado enfrente, tiene un rótulo en la parte inferior: “Finis gloriae mundi” Dos cadáveres, de un obispo y un caballero de la orden de Calatrava, que pudiera ser el propio Miguel Mañara, muestran los estragos causados por la muerte. Al fondo, en la penumbra, se ven los huesos de un tercer esqueleto, mientras que una balanza simboliza el momento del juicio final, con los dos platillos donde, en uno, se encuentran elementos que simbolizan los siete pecados capitales, y en el otro se sitúan símbolos de la oración, la penitencia y la caridad. Un rótulo en cada platillo, “ni más ni menos”, indica que en el momento del juicio final serán el peso de los pecados o las virtudes los que inclinen la balanza de uno u otro lado. Sin duda son dos cuadros que no dejan indiferente a nadie, pintados en el mejor momento artístico de Valdés, hacia 1672. Si lo que pretendía el pintor, y el propio Miguel de Mañara que fue su inspirador, era hacernos reflexionar sobre la importancia de la muerte, desde luego lo ha logrado.
Nos acercamos a ver el altar y el desprendimiento tallado que preside la iglesia. Le digo a mi amiga que ya va siendo hora de volver al centro donde, en menos de una hora, tengo que empezar a impartir una conferencia. Geno me dice que me acerque a la parte derecha para ver una lápida inconfundible, la de Miguel de Mañara, que él quiso que estuviera no en este sitio sino en la puerta de la entrada para que todo el mundo tuviera que pisarla. Afortunadamente sus hermanos de la Santa Caridad la trasladaron al altar y de esta forma se ha mantenido la leyenda que figura en ella. Me quedo leyendo con detenimiento lo que en ella pone. Sobre todo la primera frase que Mañara quisó que figurase grabada en piedra: “Aquí yacen los huesos y cenizas del peor hombre que a avido (ha habido) en el mundo. Rueguen a Dios por él”.
Luego salimos a caminar por las estrechas calles en silencio. Pienso que este Tenorio, en realidad, fue un buen hombre. Ni tan pecador ni tan burlador como lo mostraron los dos escritores que se inventaron un personaje legendario. De repente Geno me dice: “La Sevilla del XVII, con sus grandes riquezas indianas (que veíamos pasar de largo) y las miserias de calles llenas de mendigos… no deja de ser lo mismo que vemos ahora siglos después. Siempre hay que recurrir al pasado y a los clásicos para saber lo que nos espera… Pero mientras tanto, disfrutemos el presente”.
Tiene razón. Disfrutemos de esta luz y de esto que llamamos vida.