Uno de esos sabios que nos quedan

Desde el ventanal veo alzarse las montañas del Pirineo, espléndidas, grandiosas. Es pleno invierno y las montañas anegadas de nieve resplandecen contra el cielo azul. Después de la explosión de color de rojos, amarillos y verdes, de hace dos meses, los bosques caducos ahora se encuentran marrones y silenciosos. Enciendo el ordenador y me pongo a teclear sin dejar de mirar ese paisaje. Siento al comenzar estas líneas esa emoción profundamente interior, casi religiosa, la misma a la que hace referencia Giner de los Ríos contemplando en Guadarrama un paisaje de montaña. No me resulta sencillo escribir el prólogo de este libro. Aunque sea en medio de estas montañas con las que, estoy seguro, comparto un mismo sentimiento con mi amigo, y maestro, Eduardo Martínez de Pisón. Y no lo es por varias razones. La primera es por intentar estar al nivel de un texto de esta profundidad y altura intelectual.
Mi amigo y maestro, Eduardo Martínez de Pisón. Foto: Sebastián Álvaro
Hay varias clases de libros. Hoy los más frecuentes son los desechables, que se olvidan tan rápido como se leen. Pero hay otros que te acompañan toda la vida, a los cuales vuelves de vez en cuando, como se visita a un viejo amigo o se admira un cuadro del museo del Prado que quieres, y de cuya contemplación no te cansas nunca. Este que tienes entre las manos es uno de esos libros.

La segunda razón es por una cualidad que sólo atesoran unos pocos, entre ellos Eduardo, y que hace que su mirada sobre estos paisajes extraordinarios, y también sobre muchas otras cuestiones de la vida, sea única, de una agudeza excepcional. Y por tanto, como este libro, irrepetible. Competir con él en este aspecto no sólo sería vanidoso, sino, peor aun, una tarea imposible. Pero, a pesar de todo, creo que puedo contar algo que los ayude a leer este libro.

He tenido la suerte de compartir muchos viajes con Eduardo por buena parte de Asia Central. Hemos cruzado en moto el Taklamakán y en coche el desierto de Gobi y buena parte de la extensión del Tíbet. Hemos caminado los glaciares de Charakusa y el Baltoro. Y por supuesto hemos recorrido gran parte de los caminos más impresionantes de la Ruta de la Seda. De Xian a Kashgar, de Islamabad a Dunhuang y de Lhasa a Yiayuguan, donde termina, o comienza, la Gran Muralla, la que dividía el mundo civilizado de la barbarie; pasando por montañas como el Muztag Ata, el Kailash o el K2, lugares legendarios, nombres que despiertan la fascinación por esas caravanas que, intercambiando mercancías, ideas y religiones, formaron el conjunto de caminos más famoso y trascendental en la historia de la Humanidad.
La Gran Muralla china. Foto: Sebastián ÁlvaroSon caminos situados en ese lugar donde los mapas se disuelven en la imaginación de la gente. Nombres de ciudades y lugares que desprenden misterios y grandes aventuras. Que siguen haciéndose y deshaciéndose todos los días, cambiando de recorrido para sortear nuevos obstáculos, como en los tiempos de Alejandro o Marco Polo, y siguen siendo determinantes en la geografía y la historia. Allí todo está en transformación, pues son dos mundos en confrontación, una parte en crecimiento y otra que, habiendo llegado intacta de la época medieval, se va desintegrando en soledad. No sabemos por cuanto tiempo pero, para nuestra suerte, ambos mundos siguen ahí, saturados de aventuras, incertidumbre, montañas y desiertos, uniendo oriente y occidente, comunicando ideas, personas y pasiones como hace mil años. Adentrarse en la Ruta de la Seda, en su historia, gentes y paisajes, de la mano de Martínez de Pisón, es una aventura que los conmoverá y les enriquecerá, como sucede tras todo gran viaje.

Eduardo tiene una alfombra mágica que te transporta por los recovecos inexplorados de los paisajes. Foto: Sebastián ÁlvaroPorque Eduardo tiene una alfombra mágica que te transporta por los recovecos inexplorados de los paisajes, de los sentimientos y emociones. Y lo hace con inteligencia, curiosidad y ciencia, casi a partes iguales. Así que abandónense a su cuidado, súbanse a ella y embárquense en esta maravillosa aventura literaria. Además, también tiene una mochila pasada de moda, un forro polar de color rojo, con un “Al Filo” grabado en el costado, y unas botas gastadas de tanto andar por los senderos otoñales del Pirineo; y una mirada clara y serena con la que te explica, en un plis plas, siglos de presiones y cabalgamientos de placas tectónicas, el lento discurrir de los glaciares y la formación de valles, o cómo las fuerzas orogénicas del planeta han levantado al cielo el fondo de unos mares tan antiguos que ni siquiera él recuerda. Todo ello con un espíritu y una sonrisa tan libres que no se pueden contener en ningún aula, ni en ningún paisaje, ni siquiera de la anchura del Tíbet ni de la altitud del Himalaya, ya que todos los desborda con su impenitente curiosidad viajera.

Porque Eduardo es uno de esos escasos sabios humanistas que nos quedan, heredero de una tradición renacentista que hizo de la naturaleza su cuarto de estudio, que ha hecho de las montañas el mejor laboratorio donde buscar el orden del aparente caos que, según él, rige el universo. Yo pienso que no ha hecho más que seguir el camino emprendido por algunos hombres a los que más admira, como Alexander von Humboldt, Edward Wilson, Giner de los Ríos o Sánchez Terán. Por eso es un lujo, y en mi caso un honor, compartir viajes y libros con semejante maestro. De su mano accederán a otra mirada sobre el paisaje, las emociones, las montañas y los glaciares, la historia y todas las cosas que, entrelazadas como las cerezas, salen de estas páginas que te dispones a leer. En ellas descubrirán hondura en la mirada, profundidad en el pensamiento y sabiduría en las palabras. Y, sobre todo, belleza. Belleza, desde luego, en los paisajes menos domesticados del planeta. Pero también belleza en su forma de mirar, en el pensamiento. Belleza en las palabras.

Eduardo es uno de esos escasos sabios humanistas que hizo de la naturaleza su cuarto de estudio. Foto: Sebastián ÁlvaroCreo que se atribuye a Picasso una frase que bien pudiera aplicarse, en su ámbito, a Eduardo. Decía el genial pintor que había necesitado toda una vida para aprender a pintar como un niño. Hay muy pocas personas que puedan seguir gozando, durante toda su vida, del privilegio de enfrentarse a los avatares de la existencia y los paisajes de la Tierra, con la mirada limpia, inquisitiva y curiosa de un niño. A ella mi amigo ha sumado la pasión de un montañero y la sabiduría de un científico. En todos esos lugares que ha visitado se ha dejado parte de ese profesor-niño que es, aunque, a cambio, se ha enriquecido con el alimento espiritual que sólo se encuentra en esos pocos lugares, donde aún resiste la soledad y la belleza del planeta. De esta forma le he visto emocionarse al pie del Chogolisa, disfrutando del atardecer en uno de los escenarios de montañas más espectaculares, mientras las lágrimas le dejaban marcas imborrables en el alma y las mejillas.

En el discurrir sereno del glaciar de Charakusa, en un bosque de piedra de cuento de hadas en Yunnan, en la luz vibrante que sólo se encuentra en el altiplano tibetano, en el oscuro abismo de las paredes del Trango, en el Karakorum, donde se mecen los sueños de los mejores alpinistas, -y en algunas de las montañas, desiertos y glaciares que, como él sabe, yo más amo- están cinceladas buena parte de la sabiduría y el espíritu, crítico y libre, de mi amigo. A cambio, sus ojos llevarán para siempre reflejos del Everest y el Nanga Parbat, entremezclándose con los de Peña Telera, las dunas del Taklamakán y las olas congeladas del glaciar de Rongbuk y de bosques que florecen todas las primaveras. Y de gentes de todo el mundo. Gentes que, como las de Hushé, siempre le recuerdan con cariño.

Botas en el Karakorum. Foto: Ana MarcosEs en esos sitios donde se encuentra un mundo austero, en sus gentes y sus paisajes, que nos brinda el sentimiento de lo esencial. Y nos enriquece. Allí discurre el camino por excelencia, mil veces repetido, el gran viaje de la antigüedad por la milenaria, inacabable ruta de las caravanas, con sus misterios y maravillas y los relatos fascinantes. Como este de Eduardo, que nos evoca viejos saberes y la recuperación de valores tan olvidados hoy en día y tan necesarios, para el viaje y la vida, como el esfuerzo, la inteligencia, la habilidad, la paciencia, la prudencia o la valentía. Que convierte el tiempo de aventura en un tiempo diferente, de plenitud, y la existencia en minutos llenos de vida. Entren de su mano y sumérjanse en paisajes sin domesticar y aventuras sin cuento. No se arrepentirán. Porqué al terminar habrán recorrido ese camino legendario y misterioso donde, en expresión de Grousset, “el viajero aún percibe la luz de una estrella que murió hace siglos”.

 

Prólogo para el libro de Eduardo Martínez de Pisón sobre la Ruta de la Seda

Un comentario

  1. Eñaut Izagirre

    Enhorabuena por el post Sebas!!

    Para mi es un orgullo haber conocido a uno de los mejores geógrafos, haciendo que sus conferencias sean magníficas obras de arte.

    Además, tengo pendiente poder juntarme con él en Tramacastilla, donde también nosotros tenemos un pisito con miradas a la Peña Telera.

    Por último, decir que me encantó el libro «La Ruta de la Seda», con éste extraordinario prólogo de Sebas. Os animo a leerlo!

    Gracias de verdad. Un saludo cordial.

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