En el desierto sólo se puede cometer un error

Con la idea de atravesar el desierto de Taklamakán muy clara, mi buen amigo José Carlos Tamayo y yo comenzamos a recopilar, clasificar y estudiar toda la información disponible. Buscamos mapas, que no existían, y tuvimos que servirnos de los de navegación aérea que utilizan los aviones que cruzan aquel espacio. Muy pronto ambos llegamos a la conclusión de que el mayor reto sería atravesar el desierto por su parte central, sin ninguna clase de ayuda exterior, trazando una línea recta entre las localidades de Yutian, la aldea de Daheyan y Tanan.

Recolectando capullos de seda en Jotan. Foto: Sebastián ÁlvaroNo fue para mi una sorpresa que la mayor dificultad, antes de partir, fueran los engorrosos trámites con las autoridades chinas para que nos permitieran entrar en la zona, cruzar el desierto y filmarlo. Afortunadamente, justo en ese momento, tenía mucha relación profesional con un amigo italiano que tenía la llave de los contactos en Tíbet y Xinjiang, las dos regiones donde las autoridades chinas tienen más problemas con las etnias mayoritarias que las habitan, tibetanos y uigures. Aunque no me aseguraba nada debido al cambiante humor de los militares chinos del Xinjiang.

De esta forma, a la puerta del desierto, recordé los casi dos años que dedicamos a preparar la empresa concienzudamente, a leer cuanto se había escrito de este espacio y a intentar controlar, dentro de lo posible, hasta el mínimo detalle. Los beduinos del Sahara acostumbran a decir que en el desierto sólo se puede cometer un error, pues probablemente sea el último. Cuando a mediados del año 2000 Renato me confirmó el visto bueno de las autoridades chinas, terminé de rematar los aspectos técnicos y hablé con los compañeros que me acompañarían al Taklamakán.

Detalle de la mezquita de Kashgar. Foto: Sebastiá ÁlvaroEl equipo que seleccioné para esta primera experiencia en el desierto era muy heterogéneo, también algo poco habitual en mis expediciones. Pero era una experiencia excepcional. Sabía que ni en el esfuerzo físico ni en la exigencia técnica residirían las claves de la expedición. Era una cuestión de resistencia, tenacidad, fortaleza y cabeza fría. Necesitaba gente dura y con experiencia, capaz de resistir en momentos complicados. Esos fueron los requisitos esenciales que tuve en cuenta a la hora de seleccionar a la gente.

Habíamos tenido un principio de año muy duro debido al dramático descenso del Everest en el que Juan Oiarzabal, Juanito, llegó al campo base al límite de sus posibilidades y en el que nos tuvo muy preocupados. Juanito se merecía una experiencia así, en un entorno tan diferente al del Everest, al que pensábamos volver en la primavera siguiente. Así que Juanito y Josu Bereciartua, junto al cámara habitual, Antonio Perezgrueso, José Carlos Tamayo y un servidor, completaríamos un equipo con la suficiente experiencia para abordar con garantías la travesía y la filmación. José Carlos Tamayo. Foto: Sebastián ÁlvaroA última hora también incorporaría a nuestro especialista de vuelo, Laureano Casado, para intentar conseguir alguna imagen aérea desde su paramotor. La verdad es que este fue el único apartado en el que no supe valorar, al menos en su globalidad, la envergadura de lo que queríamos hacer. El motor del aparato, debido a la fina arena en suspensión, nos dio mil y un problemas y apenas supimos sacar rendimiento a este aparato, o al menos no tanto como las esperanzas depositadas y el esfuerzo que realizó Laureano

LA EJECUCIÓN  
Y por fin, el 10 de octubre de 2000 nos pusimos en marcha.

Desde Kashgar bordeamos el desierto por su parte meridional, pasando por las más importantes ciudades de esta ruta, como Yarkand, Jotán y Yutián. Desde esta última localidad tardamos dos días más en cruzar en vehículos todo terreno los apenas ciento ochenta kilómetros que la separan de la aldea de Daheyán. Esta aldea era el último lugar habitado antes del infierno, un lugar que no existió para las autoridades chinas hasta 1985. Fue allí donde nos esperaban Abdullah, el jefe de los camelleros, junto a sus hombres y treinta camellos bactrianos, que tienen merecida fama de ser los más resistentes del mundo.

Los uigures son depositarios de una cultura milenaria del desierto, que es tanto como decir de una forma de sabiduría de la vida. Son la prueba fehaciente de la capacidad humana para adaptarse y sobrevivir en las condiciones más adversas que puedan imaginarse. Así pues, eran los mejores compañeros que uno podía llevar en la travesía del desierto. Ellos eran la llave del Taklamakán, el primer e imprescindible paso en nuestra travesía.

Tenía razón Saint–Exupery, otro de los grandes amantes de los lugares desérticos, cuando escribió: “Si al principio el desierto sólo parece silencio y vacío, es porque no se entrega con facilidad a amantes ocasionales”. Llegar a comprender un desierto tan inhóspito requiere tiempo, paciencia y tenacidad, se aprende poco a poco, caminando día tras día. Y eso hicimos en el Taklamakán, aprender a caminar todo el día hundiéndote en la arena, adaptándonos a vivir una vida esencial, sencilla y dura. En su interior, en una soledad largamente buscada, aprendí a amar los desiertos.

Sebatián ÁlvaroComenzamos a caminar el 20 de octubre. La fecha elegida era la idónea. Por supuesto no se puede tratar de atravesar ninguno de estos lugares tan extremos en pleno verano ya que, sin medios mecánicos, la deshidratación es rápida e inevitable. Elegimos la época del otoño cada vez más cercana al invierno porque, a pesar de las pocas horas de luz, las temperaturas y la humedad, o la falta de ella, son las más benignas para realizar un intenso esfuerzo físico. Y, afortunadamente, en este apartado crítico también acertamos. Tuvimos una temperatura máxima de 42º, una mínima de 12º bajo cero y un índice de humedad medio del 13%. Que, en un lugar como el interior del Taklamakán, cabe calificar como cifras razonables.

Ese primer día empezamos a caminar muy tarde ya que los preparativos de distribuir los bultos y poner en orden la caravana nos llevaron varías horas y apenas pudimos recorrer doce kilómetros. Me parecen pocos pero ya nos hemos puesto en marcha. Recuerdo con especial emoción aquel primer atardecer, en el que vivaqueamos sobre un terreno reseco y cuarteado con el sol medio nublado, debido a la gran cantidad de partículas de arena en suspensión que hay en la atmósfera. Incluso ahora me emociono al recordarlo, especial, un sentimiento entrañable de haber dado el primer paso decisivo hacia un reto diferente, en busca de esa amante inoportuna que, como en la canción de Sabina, se llama soledad…Seleccionando nuestros camellos. Foto: Sebastián ÁlvaroA partir del día siguiente nuestra media de caminata se normaliza, es decir se ajusta a lo que habíamos calculado en España, entre veinte y treinta kilómetros diarios medidos con el GPS, es decir distancia a vista de pájaro; pero en este caótico desierto en realidad caminamos muchos más, ya que tenemos que sortear dunas, subirlas y bajarlas, retroceder o dar grandes rodeos buscando el mejor camino para que los camellos no se hundan en la arena. En realidad nos acomodamos al ritmo de los camellos que son las piezas fundamentales que tenemos para llevar a cabo nuestro proyecto. De ellos dependemos.

Aunque es un ejercicio monótono y sacrificado el hechizo del desierto nos atrapa. Decenas de veces había recorrido con el dedo “nuestra” línea sobre el mapa, pero es allí, en aquella vasta extensión desolada, cuando de verdad lo imaginado se hace realidad, cuando me doy cuenta de que ha merecido la pena todo el esfuerzo y todo el tiempo invertido. En casi todas las grandes aventuras he vivido sensaciones parecidas, de plenitud y agradecimiento a la vida. De felicidad compartida con buena gente. Además ahora es cuando valoro las dimensiones reales del Taklamakán, lo mismo que anteriormente me ha ocurrido en grandes montañas o en otros espacios desolados. Por si mismos son grandes, inmensos, pero sólo se vuelven grandiosos cuando los medimos a escala humana.

El primer dia de marcha a la salida de Daheyan. Foto: Sebastián ÁlvaroCaminar no es sólo el ejercicio más saludable y uno de los más placenteros que existen. El espectáculo del desierto me compensaba con creces todas las fatigas. Aunque también tuve que aprender a ser paciente, algo que no llevo muy bien, pues no hay nada más agobiante y opresivo que despertarte y ver el mismo horizonte inamovible que te encontraras durante todo el día, o al día siguiente.

Navegar en un desierto, como en el mar, es avanzar por un decorado inmutable, que no podría saberse distinto sino fuera por el GPS o la brújula. En el Taklamakán, como en la Antártida, o en el Hielo Patagónico sur, tuvimos que echar mano de toda nuestra fuerza de voluntad para no desanimarnos y seguir avanzando hacia una meta que ni siquiera alcanzábamos a divisar, oculta en algún punto más allá del mar de dunas. Sin embargo, y a pesar de ello, pronto comenzamos a apreciar los detalles del desierto, sus infinitos matices, sus texturas, sus luces asombrosas, tan bellas como las de la Patagonia o el Tíbet. Pero  también aprendimos, afortunadamente, lecciones más prosaicas y eficaces como cargar los camellos, operación que nunca nos lleva menos de dos horas, a saber que zonas de las dunas son más consistentes, o a encontrar pequeños corredores interdunares que nos hacen caminar más deprisa, aunque no se encuentren exactamente en la dirección correcta para, un poco más adelante, corregir el rumbo. El primer vivac en el Taklamakan. Foto: Sebastián ÁlvaroEs Tamayo, un experto en estos menesteres, quien se encarga la mayoría de las veces de la navegación, aunque en realidad marcar el rumbo es muy sencillo: tenemos que seguir la dirección que marca nuestra sombra a media mañana. Yo pongo mi cabeza en la belleza de mi entorno, en mi trabajo de realizar el documental y en saborear esta soledad largamente buscada. No es contradictorio. A veces disfruto de la compañía de mis amigos, pero también hay muchas veces que me quedo rezagado, sintiéndome minúsculo y perdido, desvalido y vulnerable, en medio del Taklamakán. La grandeza de los seres humanos no se mide por nuestra capacidad de utilizar la fuerza, ni por nuestras herramientas, ni por nuestra casi infinita capacidad de destrucción, sino precisamente por saber reconocer nuestra vulnerabilidad, por saber ser humildes. Y pocos lugares hay de la Tierra donde aprender esa lección que el Taklamakán… 

 

2 comentarios

  1. De todas las expediciones de al filo, esta es una de las que recuerdo con más cariño. Me impresionó tanto que no me pude contener y acabé organizando un viaje al sahara marroquì.
    Gracias Sebas por compartirlo.
    Un saludo

  2. Laura

    Tengo una serie en DVD de algunos de los documentales que realizaste de «Al filo de lo imposible». Hay uno sobre esta expedición, y es de los que más me impresionó y me gustó. Me pareció una hazaña nueva y complicadísima, diría que hasta heroica. Los aventureros y alpinistas me parecéis sabios, porque vuestros ojos ven paisajes que la mayoría solo soñamos. Enhorabuena.

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