Siempre habrá otros Annapurnas

El tres de junio de 1950, Maurice Herzog y Louis Lachenal llegaban a la cima del   Annapurna, convirtiéndose en los primeros seres humanos que coronaban una montaña de más de ocho mil metros. La expedición francesa había conseguido lo que muchas llevaban intentando desde 1895, cuando el alpinista inglés Alfred Mummery acometió la escalada del Nanga Parbat, desapareciendo con sus dos compañeros gurkas en la montaña. Bajo el punto de vista histórico la victoria en el Annapurna era la recompensa a los infatigables esfuerzos de varias generaciones de grandes alpinistas, pero también era el fruto de una expedición perfectamente planificada, desarrollada con gran entusiasmo y ejecutada con gran rapidez y eficacia.

Maurice Herzog a la bajada del AnnapurnaDesgraciadamente, como ocurriría otras veces en el asalto a las grandes cimas del Himalaya, aquel triunfo se trastocaría en muy poco tiempo en un drama de enormes proporciones cuando cuatro alpinistas se vieron atrapados en una de las montañas más peligrosas del planeta, luchando al límite por su supervivencia. Los dos vencedores de aquella primera conquista, Herzog y Lachenal, sufrirían graves congelaciones, como si la diosa Annapurna hubiera querido castigarles por su atrevimiento y audacia, escapando por poco de la muerte.

En los meses siguientes, mientras se recuperaba en el hospital de sus terribles amputaciones, (que le dejarían sin los dedos de las manos y los pies) Herzog escribió (o mejor dicho, dictó) Annapurna primer ochomil, una de las obras cumbre de la literatura expedicionaria de montaña. La obra de Herzog tuvo una importancia enorme, se vendieron más de 13 millones de ejemplares) y una gran influencia en el alpinismo futuro, pues no sólo sirvió, gracias a sus derechos, seguir financiando expediciones al Himalaya sino que además lanzó a muchos jóvenes a la montaña, y los hizo soñar con las grandes cimas del Himalaya. Aquella expedición francesa simboliza los grandes valores de aquella época dorada del himalayismo expedicionario: la épica vivida en condiciones extremas luchando por conquistar los límites de la Tierra, allí donde, en palabras de un explorador polar,  “la belleza es infinita”, y “se descubre el alma desnuda del hombre”. Aquella expedición reúne también las características imprescindibles para acometer una gran aventura en montaña: un grupo humano unido y bien liderado, asentado en la camaradería y el esfuerzo en pos de un objetivo compartido, la solidaridad y la entrega sin límites.
Aquel libro es un magnífico retrato de una época ya terminada.

Ahora que en los ochomiles hay itinerarios masificados y asediados por expediciones comerciales, que en los campos bases se encuentra internet y teléfonos satélites, y se cuenta con partes meteorológicos precisos, ahora que ciertos alpinistas suman cumbres con el mismo espíritu que los corredores de fondo, este relato desprende exploración, incertidumbre, entusiasmo, y valentía: el perfume de las auténticas aventuras. Ahora que abunda tanto el anacronismo histórico (es decir sacar de su contexto épocas históricas anteriores para juzgarlas con raseros de nuestro tiempo), conviene señalar que hay que situar estas expediciones, y sus componentes, dentro del contexto de su tiempo para valorar en toda su magnitud lo que significaba hace sesenta años llevar a cabo una hazaña como aquella. Es el tiempo de la exploración pura. Explorar y escalar eran dos variables de un tiempo en el que la incertidumbre lo envolvía todo desde que se salía de casa. Fueron los mejores tiempos del Himalaya y doy gracias a los cielos por haber llegado a tiempo de haber vivido, aunque fuera en parte, el espíritu esencial de una época ya olvidada. Ahora puedo sonreír al comparar aquellas expediciones con alguna de las expediciones comerciales que han vulgarizado y degradado alguna rutas normales, tan alejadas del espíritu y la práctica de lo que fue esta expedición francesa. En el camino se ha perdido lo mejor: el alpinismo y la aventura.

Maurice Herzog en la Librería Desnivel. Foto: Sebastián ÁlvaroPor ello, cuando en 1999 nos propusimos escalar el Annapurna, quise unir presente y pasado del montañismo de una forma muy especial, narrando una historia que compendiase la aventura del hombre en las cimas más altas del planeta. Por ello me puse en contacto con Maurice Herzog y le propuse que nos acompañase al Annapurna, dónde Juanito Oiarzabal iba a intentar conseguir el último de sus 14 ochomiles. Para mi sorpresa aceptó, y unos meses más tarde nos encontrábamos juntos en Katmandú para llevar a cabo uno de los mejores, y más gratificantes, rodajes de mi vida. En Nepal no sólo tuve la oportunidad de desarrollar una narración documental especialmente evocadora, sino que pude conocer de primera mano, de una forma más íntima y personal, la apasionante epopeya del grupo francés por boca de uno de sus principales protagonistas. Herzog me pidió expresamente volver al bosque de Lete y pudimos hacerlo gracias a un piloto de helicóptero nepalí. Ese día aquel hombre singular pudo volver a revivir la emoción de reencontrarse con su pasado. Y yo tuve la fortuna de estar presente siendo testigo de un momento excepcional.

De ese viaje volvimos entrañables amigos. Hace cinco años, estuve acompañándole en el Elíseo en la última condecoración que le impusieron. Tuve ocasión de entrar con él en uno de los mejores restaurantes de Paris y observar como la gente se ponía de pie. En los últimos tiempos se ha dicho que su figura era “polémica”, pero ¿de qué persona, con 93 años, no podría decirse lo mismo? También se ha murmurado la posibilidad de que no hicieran cumbre pero ¿cómo encubrir esa falsedad con personas como Terray, Lachenal, Rebuffat, Couzy… a su lado? En realidad Herzog no sólo subió a la cima, sino que jugó un papel esencial y fue el máximo responsable de una de las mejores expediciones de la década dorada del himalayismo.

Sesenta años después sabemos que el Annapurna es la montaña de más de ocho mil metros más peligrosa de la Tierra, con la estadística más mortífera de los ochomiles. Y sin embargo al leer el libro de Herzog destaca la sobriedad de una escalada que es llevada a cabo de una forma asombrosamente sencilla. Es más, lo que sobresalen son los valores que comparten antes que el carácter deportivo de la expedición, y siempre habla de ideales puros: la hermandad, la camaradería, la nobleza. Son esos valores, el sacrificio, la abnegación, la solidaridad, el altruismo, el esfuerzo anónimo, antes que la búsqueda de la recompensa personal, los que inspiran su relato y es la base de un equipo sólido.

Cuando estuve con él en el Elíseo fue por su último reconocimiento de la República Francesa. Por entonces ya sabía que fue su gran humanidad la que le mantuvo en pie hasta el final, lo mismo que su amigo Walter Bonatti que falleció hace poco más de un año. Con ellos dos se ha cerrado la historia del siglo XX. No sólo basta vivir con dignidad, también hay que saber terminar con dignidad. El libro de Herzog, una especie de Biblia de los relatos de montaña, finaliza con una frase que refleja una forma de enfrentar la vida: “Una nueva vida comienza. En la vida de los hombres siempre habrá otros Annapurna”. Es decir siempre habrá algo por lo que luchar, algo por lo que seguir de pie. Descansa en paz, amigo.

2 comentarios

  1. jose antonio González Arpa.

    Ha sido emocionante leerlo. Yo siempre he querido estar allí: en «los Himalaya». Pido a Dios, que antes de irme pueda cumplir ese deseo. He disfrutado muchísimo con cada historia de las allí ocurridas, con esos aventureros que las han escrito, convirtiéndolas en leyenda y épica. Y a todos ellos, a ti también Sebastián, porque te incluyo en ese grupo, les doy, os doy las gracias por hacerme soñar. Muchas veces me imagino allí y… ¿Qué te puedo contar?

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